Hoy nos aventuramos en un sendero que era tan largo como las historias de mi abuela, pero al menos mucho más chulo. Permitidme relataros esta epopeya.

Por la mañana nos despedimos de nuestro encantador lugar de pernocta y nos dirigimos en coche a un pueblo que era tan bonito que hasta los pájaros tenían envidia. Aparcamos nuestro fiel caballo de metal en el aparcamiento de un restaurante. Tras vaciar nuestros bolsillos para pagar la entrada nos lanzamos al sendero que cruzaba el valle de Ihlara. A lo largo del camino nos encontramos con más iglesias excavadas en la roca que un topo con complejo de arquitecto. Hicimos una parada en un restaurante donde las sillas y mesas parecían estar en medio del agua, y no faltaban las gallinas y ocas que, lamentable-mente, mi papi no permitió que hicieran parte de nuestro equipo de excursionistas.El camino hacia el pueblo de Ihlara tenía una longitud de aproximada-mente seis kilómetros, que se sintieron más largos que una clase de matemáticas en un día de verano. Pero esto se debió a la cantidad de cosas interesantes que encontramos en el camino. Llegamos a Ihlara, dejamos atrás el valle y nos sentamos en un pequeño restaurante a tomar algo, necesario para recargar energías antes de la temida vuelta por el mismo camino en este hermoso valle.Hicimos otra parada en el restaurante del aparcamiento, donde parecía que las mesas flotaban en el agua Y luego, conscientes de que nuestras patas ya no eran lo que solían ser, nos rendimos ante la tentación de seguir caminando y optamos por montarnos en nuestro confiable corcel de metal para regresar al lugar donde pasaríamos la noche. Estamos en el mismo valle, pero aquí no hay comodidades, solo un par de personajes locales que son más amables que un perrito con un hueso en la boca. Este lugar es tan bonito que sinceramente nos hace preguntarnos si deberíamos convertirnos en ermitaños. Por ahora vamos a descansar, porque después de tanto caminar incluso una caracola nos superaría en velocidad.