Hoy os cuento las emociones encontradas que tuvimos en Atenas, una ciudad llena de tesoros... ¡y de enredos!
La jornada comenzó con una vista panorámica de Atenas desde nuestro lugar para roncar... digo, dormir. Nadie se atrevió a despertarnos por la mañana, ¡un triunfo canino! Pero luego, la diversión despegó como un cohete.
Bajamos al centro de Atenas, donde encontrar un aparcamiento se convirtió en una especie de laberinto olímpico. Finalmente dejamos la cámper en una calle residencial y comenzamos a explorar. Estuvimos al pie de la Acrópolis, pero como no nos invitaron a subir, nos conformamos con escalar una roca donde todos parecían querer fotografiar la joya de la corona de Grecia. ¡Yo, por mi parte, posé como todo un modelo de cuatro patas!
Luego mi papi y mi títo Joan se zamparon platos griegos que estaban para chuparse las patas, aunque yo seguía lidiando con mi amor-odio hacia el pienso. Tras el banquete, nos relajamos en un café y luego seguimos explorando. Atenas es asombrosa, pero es más grande que una pata de gigante y tan turística que uno se siente como una estrella de cine canina.
La guinda del pastel fue el cambio de guardia frente al Parlamento de Grecia. Una especie de coreografía extravagante que me dejó pensando. ¿están bailando o marchando? Ni yo lo tengo claro, y eso que sé mover la cola.
Después de tanta emoción nos lanzamos en busca de un sitio para pasar la noche. Hallamos un rincón cerca de la costa, pero aquí la cosa se puso peluda. Mi papi estaba aparcando la cámper y yo charlando con un perro callejero enrollado, cuando apareció el matón del barrio y - ¡zas! me mordió en el pompis. Mi tío intentó ser mi héroe, pero no pudo evitar que me tomaran el pelo a bocados. Yo, como todo perro de honor, puse patas en acción, aunque perdí un colmillo en la batalla.
Así que, aquí estoy, recuperándome poco a poco de la lucha canina. La vida en la carretera tiene sus curvas, ¡y a veces muerden! Pero al final del día, siempre hay una anécdota que contar.
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