Hoy ha sido un día… bueno, digamos que ideal para practicar el arte milenario de estar sentado en un coche. Pero, oye, ¡os cuento todo! Porque hasta un día normalito tiene sus momentos.
Nos levantamos tarde, porque aquí nadie gana al "5 minutos más". Salimos del sitio donde habíamos dormido con más calma que un caracol en un spa, dimos un paseíto (porque mis patitas necesitan mantenerse en forma, ya sabéis), y después al coche.
En Italia tienen algo muy curioso: las autopistas de peaje. Te llevan rápido, sí, pero cuestan lo mismo que adoptar un unicornio. ¡10 eurazos por 50 kilómetros! Y luego, como si eso fuera poco, te van cobrando 1,50 o 2 euros en cada tramo, como diciendo: "Eh, ¿quieres más velocidad? Pues paga, chaval." Al final del día, casi nos quedamos sin dinero para mis chuches.
Paramos en un aparcamiento al lado de la autopista porque mi papi estaba más dormido que un oso en invierno. Hicimos una pausa rápida: él comió y yo hice lo mío, que básicamente consiste en mirarle con ojitos de "¿no vas a compartir?". Y claro, no compartió. Luego seguimos otros 40 minutos, que parecieron más porque yo ya estaba cansado de ver pasar árboles.
Ahora estamos al lado de un pueblo llamado Exilles. Es tan pequeño y con calles tan estrechas que parece diseñado para humanos en miniatura. Bajamos hasta la orilla del río y, ¡madre mía, qué sitio tan bonito! Tenemos vistas al río, al pueblo y a una fortaleza que parece un castillo de princesas… pero sin princesas. Eso sí, hace un frío que te deja tieso.
Así que por hoy nada de exploraciones, pero mañana, si no me congelo, ¡salimos a investigar! Y si veo algo raro, tranquilos, que os lo cuento con pelos y señales… y ladridos.
Añadir nuevo comentario