Hoy os cuento una aventura que empezó con grandes planes y acabó... bueno, un poco diferente. Dormimos a las afueras de Biertan, un pueblecito de cuento en Rumanía famoso por su iglesia fortificada, que es Patrimonio de la Humanidad. Esta iglesia no es una cualquiera, no. Es una fortaleza medieval con muros, torres y un portón que parece sacado de una película de caballeros y dragones. Antaño, Biertan era uno de los centros más importantes de la comunidad sajona en Transilvania. La iglesia, construida en el siglo XV, está sobre una colina, dominando el paisaje, y es conocida por su “habitáculo de reconciliación”. Allí encerraban a los matrimonios en crisis durante dos semanas con solo una cama, una mesa, una silla y un plato. ¡Y ojo, que dicen que el sistema funcionaba!
Nosotros, súper madrugadores (para variar), llegamos a las diez en punto. Mi papi y mi tito estaban orgullosos de empezar el día temprano, pero... ¡sorpresa! No abría hasta las once. Una hora de espera. Así que, como buenos aventureros, se dedicaron a llenar agua de una fuente cercana mientras yo supervisaba la operación. Después, encontramos una cafetería donde, para mi alegría, ¡yo también podía entrar! Me aceptaron con la condición de no montar escándalos, y como sabéis, soy un caballero perruno. Allí estuvimos calentitos hasta que llegó la hora.
Volvimos a la entrada con gran entusiasmo... y ¡zasca! Cerrada. Resulta que los lunes la iglesia no abre. Mi papi no se lo podía creer y se puso a leer bien el cartel, pero era cierto. La iglesia fortificada de Biertan se quedó en nuestra lista de “pendientes”.
Sin desanimarnos demasiado, pusimos rumbo a Sighișoara. Esta ciudad es una joya medieval y, para que os hagáis una idea, es el lugar de nacimiento de Vlad el Empalador (sí, el que inspiró la leyenda de Drácula). Aparcamos abajo y subimos caminando por un sendero empinado. ¡Qué vistas, amigos!
En lo alto nos esperaba el casco histórico, que parece sacado de un libro de fantasía. Empezamos por el pasaje cubierto, un túnel de madera que lleva a la parte alta de la ciudad. Allí visitamos el antiguo cementerio sajón, lleno de lápidas con siglos de historia, y la iglesia de la Colina, que domina todo el lugar. Después, bajamos a explorar las calles empedradas llenas de casitas de colores y balcones decorados con flores.
No faltó una parada en la Torre del Reloj, uno de los puntos más emblemáticos de Sighișoara, con su reloj mecánico que tiene figuritas que representan los días de la semana. El pueblo nos dejó fascinados. Tiene un encanto especial, de esos que te hacen olvidar el reloj (aunque irónico, considerando la torre). Tras varias horas de exploración, volvimos al coche y buscamos un lugar para dormir cerca.
Acabamos en medio del campo, rodeados de amplias vistas sin rastro de humanos. Todo era perfecto hasta que apareció un perro callejero. Y aquí tengo que confesaros algo: desde mi experiencia en Grecia el año pasado, estos perros me dan un poco de respeto. ¿Qué queréis? Soy un perrito pequeño y no me gusta tentar a la suerte. Por suerte, el intruso no se acerca demasiado, y creo que puedo dormir, con un ojo abierto, pero relajado.
Te falta decir que siempre soy yo el que pregunta si puede entrar el peludito pequeñajo.
Jijiji