Os lo digo con una oreja en alto: esta noche pasada fue de las que hacen historia. Dormimos al ladito de un salto de agua, en un sitio de esos que huelen a musgo, aventura y calma total. Casi ni ladré, y eso que normalmente por la noche me gusta decir “este es mi territorio” aunque no sea verdad.
Por la mañana solo apareció un humano. Vino en coche, leyó el cartel de pesca muy importante —tanto que ni pescó ni nada— y luego vino directo a jugar conmigo. Gente así debería haber más. Jugamos un poco y se fue con la misma elegancia con la que vino. Yo lo bauticé como “El Hombre del Cartel”.
Nosotros recogimos y a las diez y media ya estábamos en marcha. Rumbo a La Petite-Pierre, que suena como un pastel, pero es un pueblo encantador metido entre bosques. Aparcamos en el pueblo mismo y no había ni rastro de otros visitantes. Solo calles empedradas, casas con tejados que susurran cuentos y un castillo que parece sacado de una película de caballeros y princesas. Paseamos por el casco antiguo, tranquilo, bonito, con murallas por donde me sentí vigilante y ladrador oficial del pueblo.
Pero lo mejor del día fue el paseo: el Sendero de las Tres Rocas.Primero llegamos a la Roca del Cuervo (Rocher du Corbeau), que nos saludó desde lo alto con unas vistas de locura. Luego atravesamos bosques frondosos hasta topar con la Roca de los Paganos (Rocher des Païens), que tiene nombre de misterio antiguo y formas tan raras que hasta me puse serio. Y al final, la guinda: la Roca Blanca (Rocher Blanc), luminosa, elegante, y con un sitio perfecto para sentarse y comerse una golosina, que es justo lo que hice.
El paseo nos llevó unas dos horas y media, bajo sombra casi todo el rato, con unos 20 grados y olor a pino fresco. Un lujo. Me sentí libre, suelto, feliz. Y sin pensar en mis juguetes… bueno, casi.
A las dos volvimos al coche y nos fuimos a un área de picnic cercana. Papi Edu preparó algo de comer, yo recibí mi pienso de siempre (sin comentario) y luego descansamos un poco. Yo soñé que una de las rocas tenía forma de hueso gigante. Se me movían las patas dormido, creo.
Después seguimos hacia Bitche. No es broma. Se llama así. Aparcamos justo debajo de su fortaleza, y vaya fortaleza. Es como un castillo con gimnasio: enorme, robusta, imponente. Estaba cerrada, pero pudimos rodearla por un camino precioso. Vistas espectaculares y un silencio que daba gusto. Todo tranquilo, sin apenas humanos.
Luego hicimos parada técnica en un Super U (que no es Lidl, pero tampoco es la NASA), para comprar un regalito para la familia de papi Edu. ¿El resultado? Un arsenal de 20 quesos franceses. Veinte. La camper ahora huele como una cueva bendecida por vacas gourmet. Yo no me quejo.
Y sin darnos cuenta cruzamos a Alemania. Ni letrero, ni control, ni frontera ni ná. ¿Dónde están las fronteras de antes, con casetas y sellos? Ahora es como cambiar de canal sin mando.
Queríamos dormir cerca de Saarbrücken, en un aparcamiento asfaltado, enorme, pero… no nos convenció. Todo en cuesta, sin cobertura de datos. Muy bonito, pero no. Así que buscamos otro sitio y acabamos en un aparcamiento de grava, plano, tranquilo y rodeado de bosque. A solo 10 minutos, pero parece otro mundo.
Y aquí estamos ahora. Con el queso bien guardado, el bosque susurrando y la luna asomando entre los árboles. Ha sido un día redondo, de esos que te dejan el corazón contento y las patas cansadas. Yo ya estoy en posición croqueta. Buenas noches, o como dicen los cuervos: cruaaaac.
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