Esta mañana la casa parecía una convención familiar: humanos por todas partes, café en las tazas y muchas voces hablando a la vez. Entre los invitados apareció una señora que me sonaba: Tarja, la amiga de la madre de mi papi Edu. Y no vino sola, trajo a su hija Mirjam. Yo me acerqué con mi encanto habitual y mi cara de "perro que merece caricias", y sí, me dieron algunos mimos... pero pronto se distrajeron con él. El pusi. El felino. El peludo con cara de “no me toques”... y aun así todos querían tocarlo. Tom se llevó el 90% de los mimos del día, y yo me quedé con las sobras. ¡Escándalo!
Encima, en la mesa había de todo: quesos que olían a gloria, tartas, pastelitos, panecillos... Yo lo olía todo desde mi esquinita del salón, pero ya sabéis cómo es esto: mirar sí, probar no. Menos mal que algún trocito estratégico cayó al suelo. O casi cayó.
Después de un par de horas de charla, risas y mimos felinos, las visitas se despidieron. Y entonces llegó la hora de estirar las patas. Salimos a dar un paseo largo, solo con papi Edu, tito Antonio y tita Wilma. Mucho campo, muchos olores, algún que otro conejo invisible que yo sé que estaba allí... y todo muy tranquilo. Un paseo en grupo, de esos donde los humanos charlan y yo voy oliendo cada brizna de hierba como si fuera una enciclopedia canina.
No hubo grandes aventuras hoy, ni persecuciones, ni vacas asesinas. Pero a veces también está bien un día así, de sofá, visitas, manjares prohibidos y un paseíto para no oxidarse.
Y sí, como siempre, dormimos en nuestra cámper aparcada delante de la casa. La tradición se mantiene.
Añadir nuevo comentario