Day 27

Hartsop - Troutbeck

Una cima, un avión y una siesta con vistas

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⛰️ Helvellyn en el Lake District 🇬🇧 Inglaterra: crónica de un perro al borde del abismo 🐾
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La noche en Hartsop fue de las buenas. Nada de ruidos raros, ni visitas inesperadas, ni ovejas haciendo el turno de guardia. Dormimos como lirones. Bueno, yo más como perro enroscado en su manta favorita, pero ya me entendéis.

Por la mañana, el aparcamiento se había llenado hasta los topes. Coches por todas partes. Pero nadie vino a echarnos ni a preguntarnos si teníamos reserva. Al contrario, parecía que todos estaban más ocupados en preparar mochilas, bastones y botas impermeables. Buen ambiente montañero, sin agobios.

El cielo seguía gris, pero nosotros decidimos ignorarlo. Hoy tocaba sendero de los buenos. Subimos al coche y, tras unos diez minutos de curvas y paisaje, aparcamos en el hotel Patterdale. Allí hay un parking de pago, cinco libras por todo el día. Precio razonable, aunque la máquina parecía sacada de un museo de arqueología. Solo aceptaba monedas. Por suerte, en la recepción del hotel fueron majísimos y nos vendieron el ticket directamente.

Y justo detrás del hotel empieza el sendero hacia uno de los picos más emblemáticos del parque: el Helvellyn, la tercera montaña más alta de Inglaterra.

Salimos con energía, siguiendo el camino en sentido de las agujas del reloj. Al principio, todo muy cuco: bosquecito húmedo, granjas con ovejas indiferentes y algún que otro riachuelo. Yo iba oliéndolo todo, claro, por si alguna ardilla había dejado mensaje. Pero pronto el paisaje cambió. Se acabó el arbolito, se acabaron las vallas de madera, y empezó el terreno pelado, con piedras y pendientes que te hacen dudar de tus decisiones de vida.

Subimos. Y subimos. Y seguimos subiendo.

Antes de la cima hicimos una parada estratégica. Bocadillos para papi Edu, agua y comida para mí: pienso con paté, servido en plato de acero inoxidable con vistas brutales. Comí tan rápido que no me dio tiempo ni a mirar si había caído algo al suelo. Tuvimos que escondernos detrás de una roca porque el vendaval era de los que te peinan hacia atrás y te despeinan al mismo tiempo. Pero la vista era súper bonita, de esas que te hacen sentir pequeñito y gigante a la vez.

Desde ahí, el último tramo hasta la cima del Helvellyn fue épico. Allí arriba hay una placa conmemorativa que nos dejó a todos un poco con cara de “¿esto es de verdad?”. Resulta que en 1926, un tipo aterrizó un avión Avro 504 justo ahí, en la cresta. Y no solo eso, ¡al día siguiente volvió a despegar desde el mismo sitio! El aterrizaje fue parte de una apuesta y, claro, ganó. Me dan escalofríos solo de pensarlo, y no por el viento.

Además de esa, vimos otras placas a lo largo del camino, recordando a personas que han perdido la vida en esta misma montaña. Algunas muy antiguas, otras más recientes. No decían mucho, pero decían todo. Ese tipo de cosas que te hacen bajar un poco el ritmo y mirar alrededor con más respeto.

Después de sacar la foto de rigor en la cima, tocaba decidir por dónde bajar. Como era de esperar, papi Edu dijo: “Vamos por esta cresta, que tiene buena pinta”. Y claro, la ruta más complicada.

La bajada por la arista fue... intensa. No era un sendero, era una colección de piedras colocadas estratégicamente para que tuvieras que saltar, escalar, gatear o maldecir. Yo iba a tope, con mi estilo de cabra montesa en miniatura, pero hubo tramos donde incluso yo tuve que pararme a pensar: “¿De verdad por aquí?”. Eso sí, no me rendí. Ni una queja. Aunque creo que a Edu se le escapó un “¡Madre mía, Chuly, eres un crack!” en uno de los saltos.

Después de ese tramo loco, el camino se suavizó un poco. Seguía siendo cuesta abajo, pero con menos drama. Cuando encontramos un claro con hierba alta, mullida como cama de hotel de cinco huesos, y menos viento, hicimos lo que cualquier perro sabio haría: nos tumbamos. Una siestita breve, pero gloriosa. Nos lo habíamos ganado.

Al final el circuito entero sumó casi 18 kilómetros. Yo no sé cómo se miden esas cosas, pero lo que sé es que llegamos al coche reventados pero felices. Volvimos a la camper, abrimos las puertas, estiramos las patas y dejamos que el silencio del valle nos acariciara un rato más.

Nos habría encantado quedarnos a dormir ahí mismo, pero el ticket del parking era solo hasta medianoche. Así que recogimos todo, subimos a nuestra nave sobre ruedas, y buscamos un nuevo lugar para dormir.

Y lo encontramos: junto a una carretera que se oye pero no molesta, con un poquito de pendiente, pero sin coches ni viento. No es el sitio más glamuroso, pero después del día de hoy, cualquier sitio plano es un paraíso. Esta noche, seguro, dormimos como piedras. O como perros que han conquistado una montaña.

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