Day 122: Glannagilliagh - Cloghanecanuig

Entre fortalezas, ruinas y carreteras imposibles

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La noche había sido tan tranquila que hasta los grillos parecían haberse tomado vacaciones. Solo vimos a un par de humanos madrugadores paseando a sus perros. Yo, en cambio, me quedé bien a gusto en la cama hasta que papi decidió que ya era hora de arrancar. Claro, “ya era hora” para él significa casi la una del mediodía.

Tras veinte minutos de curvas apareció un puente sobre un río, rodeado de bosque. A primera vista parecía un lugar de cuento, pero cuando nos metimos dentro el hechizo se rompió. Árboles sosos, silencio raro… hasta yo, que siempre encuentro algo que olfatear, no le vi mucho encanto.

Así que seguimos. Y menuda prueba: casi hora y media por carreteras tan estrechas que juraría que estaban hechas para carretillas, no para campers. Yo iba pegado a la ventana vigilando cada arbusto que amenazaba con meterse dentro. Al final llegamos a dos fuertes de piedra, redondos como rosquillas gigantes: Cahergall y Leacanabuaile. Papi aparcó y nos metimos en Cahergall. Aquello sí que molaba. Un círculo enorme de muros altísimos, como una plaza de toros para gigantes. Yo me puse a dar vueltas dentro como si estuviera en un coliseo romano y el público invisible me animara. Estaba tan bien conservado que hasta pensé: “Aquí seguro que los humanos han hecho alguna chapucilla de restauración, porque si no, vaya milagro”.

Leacanabuaile ni lo olimos, cerrado al público. Una pena, porque yo ya me veía explorando otro laberinto de piedras.

Seguimos hasta Ballycarbery Castle. Una ruina envuelta en hiedra, muy bonita para las fotos de postal, pero en vivo nos dejó bastante fríos. Yo lo vi y pensé: “Vale, otro castillo roto… ¿dónde está mi premio por buen perro explorador?”.

Al poco encontramos un aparcamiento junto a un cementerio y un campo deportivo. Papi dijo que era buen lugar para comer, y yo asentí, siempre a favor de comer. Lo que no esperábamos era que después nos quedáramos fritos los dos. Yo soñé con huesos gigantes, papi seguro que con cervezas frías. Cuando despertamos ya eran las siete. Y dormir junto a las tumbas… mmm, no gracias. Ni loco.

Así que tocó carretera de nuevo. Pasamos por Portmagee sin detenernos, el pueblo nos mira con sus casitas de colores pero nosotros seguimos rodando porque el día ya va con retraso. Un poco más allá están los Kerry Cliffs, con su cartel que promete “la mejor vista de Irlanda”. Muy tentador, pero cobran entrada y con este tiempo de perros —lluvia, viento y nubes que parecen ladrar en coro— no merece la pena. Mejor dejarlo para otro momento, quizá mañana, si el cielo se aclara.

La carretera se retuerce después como un gusano juguetón y nos lleva directo al Coomanaspig Pass, que en gaélico se llama Cúm an Easpaig, el “Valle de los Obispos”. Yo no sé si los obispos subían a cuatro patas o en burro, pero seguro que no en camper. La subida es empinada, la calzada tan estrecha que cada pocos metros hay que buscar hueco para dejar pasar a los coches que bajan, y el viento sopla con tanta fuerza que casi me peina las orejas hacia atrás.

Al llegar arriba, el paisaje se abre de golpe. Se supone que desde aquí se ven la isla Valentia y hasta la bahía de Dingle, pero hoy solo vemos cortinas de lluvia bailando con las nubes. Da igual: el silencio, la fuerza del viento y el rugido del mar allá abajo hacen que todo parezca un escenario épico, como si estuviera a punto de aparecer un dragón celta entre la niebla.

Decidimos seguir buscando refugio y lo encontramos en Cloghanecanuig, en el Glen Pier. Es un muelle de hormigón que se mete en el mar. Aquí el viento no nos da tan fuerte y además estamos en primera línea para escuchar las olas. No hay nadie más, solo nosotros y el mar que ruge ahí delante. Yo me acomodo, cierro los ojos y pienso: “Vale, sí, hoy ha sido un buen día de aventuras. Este es el lugar perfecto para dormir como un rey”.

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