Day 132: Arles - Laragh

Dolmen gigante, castillo en ruinas y senderos de Glendalough

Geluidsbestand
257

Por la noche llegó otra autocaravana al aparcamiento, aunque se fue temprano por la mañana, como un murciélago que huye antes del sol. Amanecimos con muchísimo viento y lluvia, de ese que hace tambalear la cámper como si fuera un barco en plena tormenta. Así que nos quedamos dentro, esperando, oliendo al café de papi Edu y a las torrijas holandesas que preparó, llamadas wentelteefjes. Pan empapado en leche y huevo, pasado por la sartén y espolvoreado con azúcar y canela. Un desayuno de campeones, aunque a mí solo me cayó un trocito pequeño.

Salimos casi a la una del mediodía, cuando ya no podíamos dar más vueltas dentro. En unos quince minutos llegamos al dolmen Brownshill Portal Tomb. Aparcamos y caminamos hasta allí, unos cinco minutos andando bajo la lluvia. Y ahí estaba: una mole de piedra que parece imposible que unos humanos de hace más de cinco mil años pudieran colocar sin grúas ni excavadoras. El bloque superior pesa más de ciento cincuenta toneladas, lo que equivale a miles de huesos de buey, y aún así ahí sigue, apoyado sobre sus piedras como si nada. Dicen que servía como tumba, pero yo sospecho que también como caseta de perro deluxe para algún jefe de la tribu. Sacamos fotos, selfies, y hasta intenté posar con mi mejor cara de “arqueólogo perruno”.

Otros quince minutos de carretera y llegamos a Duckett’s Grove. ¡Qué espectáculo! Uno de los castillos más impresionantes que hemos visto en Irlanda. Aunque está en ruinas y no se puede entrar, impone con sus torres puntiagudas y sus muros cubiertos de musgo. Parece sacado de un cuento gótico, con fantasmas paseando por los pasillos que ya no existen.

La historia dice que la familia Duckett lo mandó construir en el siglo diecinueve, con un aire neogótico que les hacía parecer más importantes todavía. Durante décadas fue símbolo de riqueza, hasta que un incendio lo arrasó en mil novecientos treinta y tres. Desde entonces quedó como un esqueleto de piedra, majestuoso incluso en su ruina. Algunos cuentan leyendas de fantasmas en sus torres vacías, y yo no lo dudo: seguro que algún gato espectral se pasea por allí por las noches.

Detrás del castillo están los jardines, impecables. Caminos rectos, flores bien cuidadas y ese aire de lugar que aún late a pesar de la ruina. Pasamos más de media hora allí, oliendo cada rincón (ellos con los ojos, yo con la nariz), hasta que volvimos al coche.

Después nos esperaba más de una hora de curvas por carreteras estrechas. Cada giro era como estar en un tiovivo natural, con arbustos que rozaban la cámper. Finalmente llegamos a Glendalough y aparcamos gratis en el Brocklagh Resource Centre. Cerca de allí todo era de pago, así que este lugar fue como encontrar un hueso escondido. Almorzamos en la cámper mientras fuera la lluvia seguía golpeando con sus dedos fríos.

Esperamos hasta que dejó de llover y, casi a las seis, empezamos a pasear. Subimos hasta conectar con el Wicklow Way, uno de los senderos más famosos de Irlanda, que cruza montañas, valles y bosques durante más de ciento treinta kilómetros. Nosotros solo hicimos un trozo, pero vaya trozo: bosque húmedo, árboles que parecían gigantes verdes, y vistas de ensueño. Caminamos más de media hora, hasta llegar al Glendalough Hotel.

Allí volvió a llover. Yo sí podía estar en la terraza detrás del hotel, así que papi Edu y tito Joan se refugiaron conmigo. Los atendió un camarero muy majo, portugués, que los recibió con una sonrisa a pesar del aguacero. Yo, desde mi rincón, vigilaba cada mesa por si caía una patata frita.

De vuelta tomamos la carretera, unos veinte minutos andando. Ya casi era de noche, así que decidimos quedarnos a dormir en el mismo aparcamiento. Un sitio protegido del viento, perfecto para soñar con castillos en ruinas, tumbas gigantes y caminos que nunca terminan.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Resuelva este simple problema matemático y escriba la solución; por ejemplo: Para 1+3, escriba 4.