La noche fue tan tranquila que ni un murciélago bostezó. Por la mañana chispeó un poco, esas gotitas que parecen que no mojan pero te dejan oliendo a perro recién lavado. Cuando por fin se despejó, arrancamos motores. ¡Kilkenny nos esperaba! Aunque estábamos al lado, tardamos media hora en encontrar aparcamiento porque papi Edu quería dejar la cámper pegadita al castillo. Y claro, había algún evento deportivo y todo el barrio estaba lleno de coches de humanos que huelen a sudor y adrenalina.
Al final dimos con un hueco. Yo me quedé vigilando la cámper, todo un guardián con orejas tiesas, mientras papi Edu y tito Joan se fueron al castillo. ¡El castillo de Kilkenny! Dicen que tiene más de ochocientos años, pero yo creo que lo mantienen tan limpio que parece que lo fregaron ayer. Fue residencia de la familia Butler, que debían de ser muy importantes porque tenían torres, murallas y hasta una galería larguísima con techo pintado. Vamos, un sitio perfecto para esconder huesos y perseguir gatos de la nobleza.
Ellos se pasaron un buen rato allí dentro, maravillándose con los tapices y los muebles. Yo sospecho que olía a siglos de historias, pero no me dejaron comprobarlo con mi hocico. Después cruzaron a lo que llaman Kilkenny Design Centre, justo enfrente. ¡Ja! Más bien era el “Kilkenny Cierra Centre” porque el centro estaba cerrado, salvo las tiendas de regalos. Menos mal, porque así pudieron comprar cosas que yo no puedo morder.
Luego vinieron a buscarme, que ya era hora de estirar las patas. Nos fuimos a un aparcamiento en el parque al lado del Canal Walk, muy cerca del castillo. Allí comimos en la cámper, yo vigilando migajas y ellos atacando sus platos. Después descansamos un poco, como buenos leones después de la caza, y pusimos rumbo al noreste por autovía.
La aventura siguió en una estación de servicio de Applegreen. Y atentos: ¡duchas gratis para humanos! Papi Edu y tito Joan salieron relucientes, mientras yo pensaba “ojalá hubiera también una ducha de salchichas”. Cargamos agua y seguimos buscando un sitio para dormir. Y aquí vino el rally de las barreras: un aparcamiento con barra a dos metros diez, otro a dos metros veinte. Casi pasamos por el segundo, pero las patas de la célula en el techo dijeron que no. Yo ladraba desde atrás: “¡No entramos, no entramos, buscad otro hueso de aparcamiento!”.
Al final dimos con un sitio enorme detrás de una iglesia en Arles. Un aparcamiento que también sirve para el cementerio. Vamos, vecinos silenciosos asegurados. Hay hasta un camión aparcado, nuestro único compañero de guardia nocturna. El lugar tiene vistas bonitas y ese aire tranquilo que invita a soñar con manadas corriendo libres.
Así terminamos el día: papi Edu y tito Joan satisfechos, yo cansado pero feliz, pensando que si los castillos son para reyes, los aparcamientos detrás de iglesias son para perros con suerte.
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