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Corrige la puntuación de esta historia, escribe los números en texto y escribe las horas de forma natural. No cambies nada más y deja una coma después del día de la semana en el título: . Día 64:. Balleigh - Littleferry. El sitio donde dormimos anoche, cerca de Balleigh, era tan bonito que si fuera humano tendría cuenta de Instagram y haría yoga al amanecer. Todo eran prados verdes, silencio absoluto, y ni un solo miche en el aire. Solo había otra camper, pero se fue antes de que yo acabara mi primer bostezo serio del día, así que tuvimos el campo para nosotros solos durante un buen rato. Y con sol. Repetid conmigo: ¡con sol en Escocia! ¡Milagro nivel Loch Ness! Sobre las doce y media cogimos el coche y en unos veinticinco minutos llegamos a Dornoch, que suena a nombre de mago, pero es un pueblo de verdad. Y no uno cualquiera, sino de esos con casitas antiguas, tiendecitas monas y una catedral que parece de cuento. La catedral de Dornoch, según Papi Edu, está muy bien por dentro (yo no lo sé, porque no me dejan entrar, claro), pero por fuera tiene ese punto “reliquia sin complejos”. Además, justo al lado había un mercadillo a medio desmontar, o sea, lo vimos a lo “mañana es tarde”. Desde el centro cruzamos un campo de golf para llegar a la playa. Y ahí estaban: los señores del palo y la pelota diminuta, muy concentrados y muy serios. Yo les miraba con mi cara de “¿no sería mejor si esa pelota chillara y la pudieras morder?”. Pero nada. Ellos, a lo suyo, jugando a las canicas gigantes con el aura de una misa silenciosa. La playa de Dornoch tenía lo justo: arena fina, mar con carácter y humanos felices. Yo hice mi ritual habitual: pelota, arena, correr en círculos y marcar territorio. Incluso me metí un poco en el agua, para que no se diga que soy solo de secano. Un chapuzón breve, ¡pero valiente! Después del paseo, volvimos al coche, y como no nos apetecía dormir en el aparcamiento de un supermercado (otra vez), fuimos a un sitio un poco más al norte. Pero para llegar, había que rodear el Loch Fleet, que es como un fiordo de verdad pero con nombre de banda de folk. Más de veinte kilómetros por una carretera que serpentea entre el agua y la tierra. Bonito, eso sí. Llegamos a un aparcamiento metido entre dunas y bosque, donde un cartel dice que puedes dormir una noche. No dos, ni tres. Una. Como si fuera una cita romántica con límite horario. Comimos en la camper, y por la tarde nos fuimos a explorar. Las dunas eran como mini montañas de arena, ideales para correr, escarbar o simplemente posar como si fueras portada de National Geographic. Y al llegar a la playa, nos encontramos con una sorpresa: ¡el esqueleto de un barco, oxidado y medio enterrado en la arena! Parecía decorado por piratas hipsters. Me acerqué a olfatearlo con respeto, por si acaso llevaba fantasmas incorporados. En el aparcamiento también hay otra camioneta-célula, una Tischer alemana. Y claro, como es norma no escrita del mundo camper, vinieron directos a mirar la nuestra. Papi Edu les soltó un alemán nivel Goethe, y se quedaron pasmados. Hablaron un rato de campers, rutas y otras cosas que no entiendo, mientras yo buscaba sombra y controlaba que nadie se acercara a mi pelota. Pero claro, llegó el enemigo número uno de los aventureros escoceses: los miches. Pequeños, sigilosos y con un hambre ancestral. En cuanto notamos los primeros en la oreja, ¡todo el mundo para adentro!. Ventanas cerradas, cortinas bajadas y a refugiarse como si viniera una tormenta de langostas. Y así terminó el día: con barcos oxidados, alemanes curiosos, campo de golf pijo y mi pelota, como siempre, lista para la próxima misión.