Dormimos como troncos hasta que, de repente, ¡uuuuuuuu! Una sirena nos despertó de golpe. Yo pegué un salto que casi me enredo con mi manta. Resulta que venía de la estación de bomberos que teníamos justo detrás. No hubo incendio ni héroes lanzándose al rescate, pero a mí me dejó el corazón latiendo a toda pastilla.
Después del susto mañanero tocaba misión: la colada. Sí, ya sé, no suena muy épico, pero creedme, tener mis mantitas limpias es casi tan importante como encontrar un hueso escondido. En el aparcamiento del supermercado SuperValu, a unos doscientos metros, había lavandería de autoservicio. Papi Edu metió la ropa y yo pensé: “Pues nada, ahora toca esperar”. Pero no, aprovechamos para dar una vuelta por el pueblo.
La bahía estaba vacía, como si el mar se hubiera ido de vacaciones. Los barcos descansaban sobre el barro, inclinados y con cara de “a ver cuándo vuelve el agua”. A mí me parecía que jugaban a las estatuas marinas.
Comimos en la cámper y luego nos lanzamos a buscar nuevos lugares donde pasar la noche. Primero probamos Ballymartle Woods, a solo diez minutos en dirección Cork. Qué sitio más chulo: un bosque frondoso con una ruta circular de unos dos kilómetros. Yo corría oliendo cada tronco, cada hoja, cada pista secreta que pudiera haber dejado otro perro antes que yo.
Luego fuimos a otro lugar, un aparcamiento junto a un cementerio que parecía abandonado. Tenía su encanto fantasmal, pero estaba bastante inclinado. Yo me imaginaba intentando dormir allí y resbalando poco a poco hasta chocar con papi Edu. Mejor no.
Así que regresamos a Forthill, cerca de Kinsale. Y ahí sí, qué maravilla. El aparcamiento está al ladito de Charles Fort, una fortaleza del siglo XVII que parece sacada de un cuento de piratas. Está construida en forma de estrella, con murallas que miran al mar como si fueran colmillos dispuestos a morder a cualquiera que se atreviera a invadir. Desde fuera impone respeto, pero a mí lo que me interesaba era el césped que rodea el lugar: perfecto para revolcarse y dejar mi sello canino.
Pasamos un rato en la cámper, tranquilitos, hasta que llegó el momento más esperado: papi Edu arrancó sobre las siete de la tarde rumbo al aeropuerto. En veinte o veinticinco minutos estábamos allí. Y entonces… ¡apareció tito Joan! Yo di saltos como un muelle, meneé la cola como hélice y hasta se me dobló la oreja derecha de la emoción. Ya somos tres otra vez.
Volvimos juntos al aparcamiento de Forthill, cenamos en la cámper y nos preparamos para dormir. El viento sopla con ganas, pero es un viento aceptable, de esos que arrullan más que molestan. Cierro los ojos pensando: mañana habrá nuevas aventuras, pero hoy lo importante es que la manada está completa otra vez.
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