Day 182:

 

Berga – Foradada

Vuelta a la ruta sin plan y con paradas inesperadas

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Había pasado más de una semana desde la última escapada. En casa, entre Berga y Barcelona. Yo ya había memorizado todas las baldosas, todos los olores del barrio y hasta el sonido exacto de la nevera cuando se abre solo para coger agua. Así no se puede vivir. Hoy por fin volvimos a viajar. Esta vez solo papi Edu y yo. Tito Joan se quedaba en tierra porque tiene que trabajar, pero a finales de enero tenemos que volver sí o sí a Berga. Así que nada de aventuras internacionales. Viaje nacional, pero viaje al fin y al cabo.

No salimos temprano. Eso ya es tradición. Por la mañana papi Edu estuvo preparando la cámper, que consiste básicamente en mover cosas de un sitio a otro, volverlas a mover y luego decir “bueno, ya está”. Después aparcamos delante de la pelu de tito Joan, que estaba trabajando, y yo me quedé allí haciendo de perro de recepción. Saludé a clientes, recibí caricias estratégicas y supervisé el ambiente mientras Edu hacía la compra en el Mercadona y luego llevaba el coche de tito Joan al taller para arreglar una rueda pinchada. Empezar un viaje arreglando problemas que no son tuyos debería dar puntos extra en algún sitio.

Ya pasado el mediodía nos despedimos de tito Joan. Yo puse cara de “volveremos”, Edu arrancó el coche y, como siempre, decidió entonces mirar el mapa. Con el coche en marcha. Sin tener ni idea de dónde dormiríamos hoy ni qué haríamos en los próximos días. Él lo llama libertad. Yo lo llamo “ya veremos dónde me echo esta noche”. Pero confío, más o menos, según el tono de su “mmm”.

Salimos de Berga por una carretera secundaria llena de curvas, dirección Solsona. A mí estas carreteras me encantan porque cada curva trae un olor nuevo y uno nunca sabe si lo siguiente va a ser bosque, campo o una granja con promesas interesantes. Después de unos tres cuartos de hora paramos en un sitio que me sorprendió mucho: el Cementiri Modernista d’Olius.

Tranquilos, no hay fantasmas. O por lo menos no olían a nada sospechoso. Este cementerio es pequeño, bonito y muy curioso. Lo diseñó Bernardí Martorell, discípulo de Gaudí, y está integrado directamente en la roca, como si las tumbas hubieran decidido quedarse ahí para siempre sin molestar. Todo es modernista, con formas suaves, piedra por todas partes y un silencio agradable. No da mal rollo. Da paz. Yo paseé tranquilo, sin levantar una pata de más, y pensé que era uno de los pocos cementerios donde un perro puede pasear sin que le miren raro. Edu estaba encantado sacando fotos y diciendo “qué bonito” cada dos pasos.

Seguimos en coche y llegamos a Gualter, desde donde se ve el pantano de Rialb desde arriba. El día estaba gris, de esos que no ayudan mucho a lucir paisajes, así que el pantano imponía más que enamoraba. Mucha agua, cielo serio y viento fresquito. Yo miré un rato y luego pensé que, sinceramente, desde la cámper también se ve bastante bien.

Seguíamos sin plan. Edu volvió a mirar mapas y el móvil con cara concentrada, esa que siempre significa que no sabe muy bien qué hacer pero no piensa admitirlo. Mientras tanto, empezó a hacerse de noche pronto, como suele pasar cuando no tienes claro dónde dormir. Finalmente encontramos un sitio en las afueras del pequeño pueblo de Foradada. Un aparcamiento de grava. No es postal de calendario, pero tiene vistas, no hay nadie más y se está tranquilo. Para mí eso es un lujo.

Aquí nos quedamos. Comimos en la cámper, ya casi a las cuatro, que para un perro eso es horario sindicalmente cuestionable, y decidimos que también dormiríamos aquí. Me acomodé, di un par de vueltas estratégicas y me tumbé satisfecho.

Otra vez en ruta. Sin plan. Sin prisas. Pero con cámper, mapa abierto y un humano que improvisa. Vamos bien.

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