Dormimos como ositos en hibernación… bueno, más o menos. El sitio fue muy tranquilo, sin coches, sin ruido y con ese susurro de paz que a mí me gusta para dormir bien largo. Arrancamos con calma, pero aun así salimos antes de las 11 (para nosotros eso ya es temprano). Primera parada a menos de diez minutos en coche fue Montsonís, un pueblito pequeñito colgado en lo alto de una colina con vistas al valle y con un castillo que parece sacado de los cuentos. Montsonís es una localidad con apenas unas decenas de habitantes donde el silencio es lo que manda y donde el Castillo de Montsonís, construido alrededor del año 1024 para defender la zona en tiempos de frontera, todavía domina todo desde arriba. Pasear por sus calles te hace sentir como en una película medieval, con casas antiguas, murallas y ese aire de lugar secreto que te hace olfatearlo todo con detenimiento.

Aparcamos en las afueras y dimos un paseo por el pueblo. Hay poca vida por aquí, pero se ve bonito. El castillo se alza majestuoso y la vista hacia la llanura de abajo es como un lienzo gigante pintado por manos gigantes. Si tuviera cuatro patas más la usaría para aplaudir, pero con las que tengo ya dije “esto mola”.

Después de oler cada piedra, seguimos la ruta y, tras una hora en coche, llegamos al parking del Congost del Mu. Aquí ya olía a aventura: unos paneles contaban que el Congost del Mu es una garganta natural por donde el río Segre ha ido cincelando su camino entre paredes de roca impresionantes, formando un paisaje espectacular y menos conocido que otros congostos de la zona.

Hacía buen tiempo, así que aprovechamos para caminar. Lo primero fue un tramo muy fácil hasta la central hidroeléctrica d’Alòs de Balaguer, una instalación pequeñita junto al río que aprovecha la energía del agua para generar electricidad desde hace décadas. No es una presa gigante, pero su presencia le da carácter al entorno y encima sirve de referencia para empezar la ruta.

Caminamos por unas pasarelas colgadas sobre el río. Yo, claro, en brazos de papi Edu, porque ese suelo de rejilla de acero ¡no es apto para mis patitas! Pasamos por un puente colgante sobre el río Segre (pont penjant del Congost del Mu), que era tan largo que pensé que era para tremendas cabras montesas… pero funcionó para nosotros también.

Luego la cosa se puso más divertida: subimos por senderos más exigentes y llegamos hasta el llamado Estret del Mu, un tramo aún más estrecho y espectacular de la garganta, con pasarelas de hormigón que mis patitas sí pudieron pisar. Aquí el paisaje parecía una catedral natural de roca, agua y verde.

La vuelta fue una mezcla de túneles antiguos y modernos. Pasamos por un túnel antiguo lleno de barro y totalmente oscuro, donde yo casi confundí a Edu con un fantasma de barro, y luego por un túnel de carretera moderno, bien iluminado donde me relajé pensando en huesos voladores.

Al final, la caminata fue casi 13 kilómetros en unas 3 horas de puro buen rollo, paisajes increíbles y muchos “¿eso qué huele?” de mi parte.

Recuperamos el coche y tras casi una hora y media más de ruta (solo paramos para comer algo rápido entre giro y giro), pasamos al sur de Lleida hasta llegar a un sitio guay para dormir: Tozal de Carrassumada, cerca de Torres de Segre. Es un aparcamiento de tierra enorme, justo al lado de la ermita de la Mare de Déu de Carrassumada, una pequeña iglesieta sencilla pero con historia que data del siglo XVII. Desde allí se dominan vistas amplias de la llanura, con cielos enormes y horizontes que parecen infinitos.

Aquí estamos solos, con tranquilidad absoluta y ese silencio que solo se rompe con el viento y mis planes de olfatear cada arbusto. Comimos en la cámper (ya era hora, casi las cinco), descansamos y decidimos que aquí nos quedamos a dormir.

Hoy fue de esos días que se sienten bien por dentro: castillos diminutos con mil años de historia, gargantas espectaculares, puentes colgantes que dan cosquillas en el estómago y un sitio tranquilo donde cerrar los ojos feliz.