Día 83: Barendrecht (Rotterdam)

Un día sin humanos (pero con cotilleos al volver)

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Hoy os cuento un día raro: otra vez yo no fui. Ya podéis cerrar la boca. Sí, habéis leído bien. Mientras papi Edu y tito Joan se fueron a explorar Rotterdam, yo me quedé en casa de Tito Antonio y Tita Wilma, en Barendrecht, haciéndome el interesante y cobrando mimos por hora. Que no se diga que no sé estar en buena compañía.

Ellos, los bípedos, se fueron de excursión como si fueran exploradores urbanos. Pillaron el tranvía (uno de esos autobuses que se creen trenes) y luego fueron andando y en otros transportes públicos por toda la ciudad. Y cuando volvieron... madre mía, ¡venían tan emocionados que no sabían ni por dónde empezar a contar!

Primero visitaron el barco SS Rotterdam, un coloso flotante que fue el buque insignia de la compañía Holland-America Line. En sus tiempos mozos (el del barco, no el de papi), hacía travesías entre Europa y América llevando pasajeros elegantes, muchos con sombrero. Hoy en día está anclado para siempre en el puerto de Rotterdam y hace de hotel, restaurante y museo. Dicen que se puede visitar por dentro y que te imaginas cómo era viajar a lo Titanic, pero sin el iceberg.

Después se acercaron al Museo Marítimo, pero no para visitarlo. Solo fueron a saludar a Tito Antonio, que trabaja allí. Se hicieron unos selfies con un barquito que hay en la recepción, justo en la entrada. Parece un barco de papel, pero gigante y de madera. Y resulta que ese diseño lo hizo ¡papi Edu! Luego se dieron una buena vuelta por los exteriores del museo, que también tienen lo suyo: un puerto histórico al aire libre, barcos antiguos atracados, olor a madera vieja y ambiente de historias marineras.

Tras eso, caminaron hacia el centro y llegaron al Markthal. Yo me lo imaginaba como una plaza con puestos de mercado, pero me explicaron que no, que es un edificio en forma de herradura, con un techo enorme decorado por dentro con frutas y verduras gigantes. Es como entrar dentro de una ensalada psicodélica. Dentro hay puestos de comida de todo el mundo, quesos que casi hablan, dulces que brillan y olorcitos que... mejor no sigo, que se me cae la baba.

Luego vieron las casas cúbicas (Kubuswoningen). ¿Cómo os explico esto sin que penséis que me han dado pienso caducado? Imaginad una serie de casas giradas cuarenta y cinco grados, colocadas como si fueran cubos apoyados en una esquina. Son amarillas, están todas pegadas y parece que un niño gigante las ha dejado ahí mientras jugaba al Tetris. ¡Y la gente vive dentro! Dicen que hay una casa museo donde puedes entrar y ver cómo se apañan para vivir sin marearse. Lo que no entiendo es cómo hacen para no derramar el café...

Después, un paseo por la zona comercial. Papi se quejó un poco porque tito Joan entró en unas cuantas tiendas, pero no compraron nada, que yo sepa. Yo les olí al volver y no detecté ni rastro de galletas ni de salchichón. Un drama.

También fueron al distrito de los museos, donde está el famoso edificio Depot Boijmans Van Beuningen. Este sitio es como una especie de ovni redondo y brillante que refleja todo a su alrededor. No es un museo normal: es el primer depósito de arte del mundo abierto al público. Es decir, en vez de ver solo lo que quieren exponer, puedes ver todas las obras que normalmente están guardadas. ¡Más de ciento cincuenta mil objetos! Dicen que es como espiar los trastos de un coleccionista muy excéntrico.

Y para cerrar el paseo, pasaron por la estatua del Kabouter Buttplug (sí, lo habéis leído bien). Es una escultura de un gnomo con una barba simpática, una cara entre feliz y empanao, y en la mano sostiene… bueno… algo que se parece sospechosamente a un plug para adultos, pero oficialmente es "un árbol de Navidad". Ya. Claro. Navidad. Como si yo me creyera que el pato de goma que tengo es un pato y no un sistema de activación de comida.

En fin, mientras ellos vivían aventuras culturales, yo estuve en casa roncando, jugando con el osito y poniéndome cómodo en el sofá de Tito Antonio, que por cierto, es muy mullido. Tita Wilma me dio algún que otro premio, y hasta salimos a pasear por el barrio, donde olí al menos trescientos postes diferentes.

Conclusión: yo no fui, pero lo viví como si me lo hubieran contado tres veces. Y la próxima vez, exijo ir al Markthal. Aunque sea en carrito.

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