Después de la paliza de ayer (¡casi 300 km, ni que fuéramos un coche de rally!) decidimos que hoy íbamos a tomárnoslo con más calma. O al menos, eso decía el plan. Pero claro, en este viaje los planes son como las ardillas: corren, cambian de dirección sin avisar y a veces desaparecen entre la niebla.
La mañana empezó con una idea brillante: volver por el Gamle Strynefjellsveg, esa carretera mágica entre montañas que ayer cruzamos casi sin mirar. Queríamos saborearla, disfrutarla, olerla... bueno, eso último más bien no, porque hacía un frío que pelaba, llovía a ratos, la niebla se tragaba las curvas y en las cunetas había nieve. ¡Nieve! A mediados de julio. Me asomé a la ventana y le dije a papi: “¿Y mi paraguas térmico dónde está?” Pero nada, él a conducir y yo a encogerme en la manta.
Después de eso, conectamos con la carretera 15 y pusimos rumbo a Geiranger. Yo ya había oído cosas: que si el fiordo más bonito del mundo, que si cascadas espectaculares, que si turistas haciendo fotos hasta a los buzones… Las expectativas estaban por las nubes (y las nubes también, literalmente). Pero oye, la llegada fue chula de verdad. La carretera se retuerce bajando hasta el pueblo como una culebra de montaña, y de repente aparece el fiordo, con sus barcos enormes, sus casas colgadas y sus montañas vigilantes. Papi dijo: “¡Mira, Chuly, eso sí que es una postal!”. Y yo pensé: “Sí, pero huele a humano por todas partes”.
Queríamos parar pronto. Aparcamos junto a un camino entre campos llanos, tranquilo, bonito, sin molestar a nadie. Yo me bajé, hice un pis con estilo noruego, y me tumbé al sol que salía a ratos entre las nubes.
Ya habíamos visto algunos carteles de madera por la zona: en inglés ponían “Please respect the camping ban!” — vamos, que parecía que te iban a meter en la cárcel por dormir en tu coche. Pero en noruego decía algo como “Ver venleg – ingen camping!”, que suena más suave, tipo “Sé amable, no acampes, usa los campings y contribuye a la economía local”. Vamos, como cuando papi dice “vamos a dormir ya” pero en realidad me deja jugar media hora más con la pelota. Eso nos pareció curioso. ¿Será que a los turistas guiris hay que hablarles más fuerte?
Y además, el cartel era raro. Muy bien hecho, sí, con buena fuente y todo, pero sin logo de ayuntamiento, sin matrícula, sin normativa citada. Vamos, que oficial no parecía. Más bien lo habría hecho el cuñado del dueño del camping de al lado.
Todo parecía en orden hasta que, sobre las 7, apareció él: el granjero del tractor. Motor ronco, cara de lunes, mirada de “esto es mío”. Vino directo, sin rodeos, y nos soltó que no podíamos dormir allí. Ni un “buenas tardes”, ni un “precioso tu perro, señor”, ni un “¡viva Andalucía!”. Solo la orden. Papi intentó explicarle, muy educado, que no hay ninguna prohibición oficial, que los carteles los suelen poner los campings para asustar a los viajeros libres como nosotros. Pero nada, el señor tractor no aflojaba. Y qué casualidad, justo al lado del campo... había un camping. ¿Familia del granjero? ¿Socios? ¿Círculo secreto de intimidadores de campers? Nunca lo sabremos.
Como no queríamos líos, recogimos todo y en diez minutos ya estábamos fuera de Geiranger. Subiendo un poco por la carretera encontramos un sitio perfecto (y sin cartel): una curva amplia, una cascada como banda sonora, un valle digno de película y solo una autocaravana más como vecina. El sitio no tiene servicios, pero sí alma. Y vistas. Y silencio. Bueno, salvo por mis ladridos ocasionales a las cabras.
A ver si esta noche dormimos tranquilos y no aparece otro tractor a recordarnos que somos intrusos del asfalto. Porque Geiranger será precioso, sí, pero si no dejas las coronas en un camping... igual no les caes tan bien.
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