Pasamos la mañana entera tirados a la bartola en el sitio donde habíamos dormido. Sol, calma y ni una pizca de prisa. Yo di varias vueltas de reconocimiento olisqueando cada piedra y papi Edu se tomó su café como si el tiempo no existiera. A eso de las dos, nos subimos al coche. Ya tocaba moverse, que Vega… pues no. No es lo nuestro. Demasiada gente, demasiado ruido y pocas nueces. A mí, sinceramente, me pareció un sitio tan especial como un charco sin ranas.
En un plis, veinte minutos después, estábamos en el embarcadero de Igerøy (Igerøy ferjekai). Justo, justito, conseguimos entrar en el primer ferry. ¡Menos mal! Porque el siguiente salía a saber cuándo, y yo ya tenía hambre. En el barco me porté como un señor: tumbado, tranquilo y sin protestar… aunque más de uno nos miraba como diciendo “¿ese perro va de crucero?” Pues sí, señora, pero voy acompañado, ¿eh?
La travesía duró una hora, lo justo para un sueñecito. Llegamos a Tjøtta y seguimos en coche. Después de un rato, paramos a comer en un sitio que parecía ideal: una cantera abandonada. Ni ruidos, ni gente, solo piedras, viento suave y yo corriendo a lo loco como si no hubiera mañana. Pero claro, la paz en este mundo es frágil como una bolsa de pienso mal cerrada. Hora y media después, llegan unas motos de cross con más ruido que una pelea de gatos en una ferretería. Se acabó el descanso. Recogemos y nos vamos.
El viaje siguió, kilómetros y kilómetros de paisajes nórdicos y bosques que huelen a aventuras. Pasaban las nueve y seguíamos sin sitio para dormir. Entre las autocaravanas que habían colonizado medio país y los sitios de Park4Night que no aparecían ni con lupa, parecía que íbamos a acabar aparcados en medio de la nada con una rueda en el lago.
Buscando uno de esos sitios invisibles, acabamos metidos en el terreno de una casa para poder dar la vuelta con el coche. Y justo cuando pensábamos que nos iban a echar con la manguera, salió un hombre de lo más simpático. Resulta que era medio holandés, y papi Edu se puso a charlar con él un buen rato. El hombre, que estaba viendo un partido de fútbol, nos dio conversación hasta que volvió a su pantalla. Pero antes nos dejó un consejo: que no siguiéramos por la ruta principal hacia el norte, la E6, sino que fuéramos por la costa, por las islas y los ferries, que es mucho más bonito. Tomamos nota. Los mejores planes salen siempre de encuentros así.
Y entonces, como por arte de magia o GPS bendecido, dimos con un lugar. Uno de esos que solo se encuentran cuando no los buscas, o cuando ya estás medio desesperado. Primero un pueblecito, luego un camino de grava que daba más botes que yo con mi pelota, y al final... ¡ta-chán! Un claro abierto, tranquilo, con una mesa de picnic y vistas para ladrar de alegría. Es un sitio precioso, silencioso, rodeado de verde, sin rastro de humanos cerca. Estamos aquí ahora mismo, y no se oye ni una moto, ni una radio, ni un solo motor al ralentí.
Me tumbé en la hierba, con las orejas relajadas y la lengua fuera. Habíamos dejado atrás el barullo de Vega y encontrado un rincón que no saldrá en las guías, pero que para nosotros es un sitio perfecto. Eso sí, que no lo encuentre nadie más. Lo nuestro con los lugares secretos es amor verdadero. ¿A que vosotros también lo entendéis?
Hoooo