Salimos sobre mediodía, sin dramas ni despertadores, que para eso estamos de vacaciones permanentes. Hicimos poco más de cien kilómetros casi del tirón, salvo una parada express para comprar cosas de humanos (y alguna chuche que, casualmente, cayó en mi estómago). A las 14:30 llegamos al puerto de Bodø con una misión clara: conquistar las Islas Lofoten.
¿Lofoten? ¡Dicen que es la meca del fotomatón escandinavo! Montañas con forma de dragón, pueblos pesqueros que parecen decorados de cine, y fiordos tan azules que uno sospecha que los han photoshopeado. Vamos, que si Noruega fuera una tarta, Lofoten sería la guinda con forma de montaña puntiaguda.
Pero claro, para llegar allí hace falta barco. Y para el barco hace falta paciencia. Porque al llegar nos encontramos una cola kilométrica, un desfile de autocaravanas más largo que la cuerda de mi pato de goma. Todo el mundo haciendo picnic en el aparcamiento como si fuera domingo en casa de la abuela. Nosotros también, pero sin mantelito ni croquetas.
Después de casi una hora de mirar matrículas y contar bicicletas, por fin la cola se empezó a mover. Emoción. Motor encendido. ¡Allá vamos! Pero no… nos hacen rodear medio aparcamiento como en una gymkhana absurda. Y justo cuando ya lo veíamos claro… ¡zas! El barco se va. Lleno. Sin nosotros. Adiós ferry, adiós sueños lofotenses. Toca esperar otra hora y media.
Por suerte, a las 18:30 llegó el siguiente ferry. Y ahí, amigos, fue cuando el destino nos guiñó un ojo: nos tocó subir y fuimos el último vehículo en entrar. Literal. El-ú-lti-mo. Detrás de nosotros, solo una moto. Y probablemente un suspiro de alivio del operario del puerto. Si mi camper hubiese tenido el culo un centímetro más ancho, nos quedábamos otra vez en tierra.
A bordo, a mí me tocó quedarme en la bodega, encerrado en la camper. No es mi parte favorita, pero al menos iba con mis juguetes, mi manta y mi osito (aunque papi insista en llamarlo mono). Mientras tanto, papi subía a cubierta a hacer fotos, mirar montañas y vigilar que el barco no se desviara hacia Islandia.
La travesía Bodø–Moskenes es una aventura en sí. Varias horas en mar abierto, pasando islas, acantilados y un montón de gaviotas con cara de malas pulgas.
Desembarcamos sobre las nueve y media de la noche. Moskenes nos dio la bienvenida con… colas. Aparcamientos a rebosar, autocaravanas apretadas como sardinas en lata, y ningún hueco libre. Papi se puso a buscar sitio como quien busca WiFi gratis: con desesperación. Dimos vueltas y más vueltas, y nada. Todo lleno.
Al final, tras casi 20 kilómetros de ruta nocturna por carreteras lofotenses, encontramos un aparcamiento junto a la carretera. Suena feo, pero en realidad es enorme, hay unas quince o veinte autocaravanas bien repartidas, y —atención— aún quedaba el hueco perfecto para nosotros. Con espacio, sin vecinos pesados, y con vistas a un valle, un riachuelo y un puente bonito. No es un resort, pero es un Premium Plus Parking.
Y yo, después de marcar bien el perímetro y comer mis galletitas polares, me tumbé a mirar el cielo que aún no se apaga del todo y pensé: si el día de hoy hubiera sido una película, se habría llamado Perro al Borde del Ferry. Con final feliz, eso sí.
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