Día 131

Ramberg - Å - Reine - Ramberg

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Dormimos bien, que ya es mucho decir con tanto meneo de ferries y turistas sueltos. A las once y media arrancamos motores, con el sol medio despierto y mi estómago ya planeando el almuerzo.

Primera parada: Reine. Uno de esos pueblos noruegos que salen en postales, con casitas rojas flotando sobre pilotes y montañas en forma de colmillos de troll. Pero nosotros íbamos a lo práctico: al aparcamiento de autocaravanas, donde —¡por fin!— pudimos repostar agua. Agua para la ducha de papi, que la mía va embotellada y directa al bebedero.

Después seguimos hasta Å. Sí, habéis leído bien. Å. Es el último pueblo del alfabeto noruego y también el último en la carretera de Lofoten. Aparcamos a las afueras (porque dentro no cabe ni un patinete) y dimos un paseo. Hay casitas de madera rojas, barquitas dormidas en el muelle, un par de museos que olían a bacalao seco y, sobre todo, unas estructuras enormes de madera donde cuelgan los peces para secarse al aire. Una especie de spa para bacalaos muertos, muy típico de aquí.

El pueblo es bonito, pintoresco, fotogénico… pero, sinceramente, me esperaba más drama vikingo o algún fiordo con efectos especiales. Volvimos a Reine. Esta vez aparcamos en el aparcamiento gigante (y de pago, claro), donde parecía que se celebraba un congreso de excursionistas: mochilas enormes, bastones de colores, y gente con cara de haber dormido en un saco de piedras. Dimos un paseo entre casitas, puentes y tiendecitas caras. Muy bonito todo, pero lo mejor estaba por venir.

Como no sabíamos muy bien por dónde empezaba el famoso sendero de Reinebringen, cogimos el coche y lo aparcamos gratis al lado de la carretera entre Reine y Moskenes. Gratis y lleno, por supuesto, pero encontramos el último hueco. ¡Último! Estoy empezando a pensar que la camper lleva imán para aparcamientos imposibles. Comimos en el coche, que ya sabéis que sin pato de goma no hay festín.

Luego comenzó la aventura: el ascenso a Reinebringen. También conocido como el sendero de los mil escalones, aunque en realidad son unos 1.600. Tallados a mano (o a piedra) por unos sherpas nepalíes que vinieron expresamente hasta aquí. ¡Menudos artistas del granito! Los escalones suben sin piedad, sin curvas, sin descanso. Yo, como perro de montaña, iba como una cabra con turbo. Papi un poco menos.

Arriba, el premio: una vista de postal sobre Reine, el fiordo, las islas, las montañas afiladas y un cielo que parecía pintado. También había tanta gente que parecía la cima del Everest en hora punta. Fotos, selfies, postureo... y algún humano que casi se cae por hacerse la foto perfecta. Nosotros hicimos nuestras fotos (yo salgo guapísimo, como siempre), y comenzamos la bajada antes de que nos cayera encima una avalancha de influencers.

Luego, coche. Y otra vez esa parte del día que a mí me da alergia: buscar sitio para dormir. Intentamos un par de sitios, todos llenos o muy vistos. Pero al final, papi encontró un rincón apartado, sin vistas de infarto pero con muchísima intimidad. A veces eso vale más que un fiordo con luces LED. Es tranquilo, nadie molesta, y yo puedo salir sin correa. Para mí, eso ya es un hotel de cinco huellas.

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