¡Hola, amigos de patas inquietas! Hoy no tengo grandes aventuras que contar, pero oye, ¿quién dijo que todos los días tienen que ser épicos? A veces, la vida perruna se disfruta en las pequeñas cosas, como oler cada parada o sacar la cabeza por la ventana.
Salimos tarde, eso sí, porque aquí la puntualidad no es lo nuestro. El sitio donde dormimos estaba muy bien (mis siestas lo confirman). Y sin perder el tiempo, empezamos a rodar por esas carreteras nacionales que no tienen peaje pero sí paisajes alucinantes. Nos despedimos de los Alpes, esos montañones que hacen que mis orejas se eleven por la emoción. ¡Volveremos, eso seguro!
En el camino cogimos un cachito de autopista de pago. Al principio protesté, porque ¿quién quiere pagar por conducir? Pero bueno, dos euros con cincuenta no están tan mal, y dicen que ahorramos tiempo. Llegamos a un área de descanso en la autopista. Nada espectacular, solo un lugar para humanos cansados… y perros exploradores como yo. Dos horas ahí me dieron para investigar cada rincón y, por supuesto, comer con mi pato de confianza (porque no hay comida sin mi pato, ya sabéis).
Luego seguimos hacia Aviñón. Pasamos casi por el centro y vimos el famoso puente que no lleva a ninguna parte. ¡Es genial! Yo siempre digo que no hace falta un destino si el paseo es bueno. Ya lo habíamos visto hace unos años, así que esta vez lo saludé desde la ventana y seguí oliendo el aire.
Cuando llegamos al sitio final, ya era de noche. Es un aparcamiento en un parque o zona de picnic, pero no vi mucho porque era hora de recoger, cenar y, como manda mi rutina, jugar un poco antes de dormir. Aquí no hay absolutamente nada, salvo la paz de la noche y un silencio que invita a soñar. ¡Perfecto para cargar pilas!
¡Nos leemos en la próxima aventura, amigos! Recuerda: no importa dónde estés, lo importante es disfrutar el momento. Y si hay patos de goma, ositos o pelotas, mucho mejor.
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