El sitio donde dormimos anoche no saldrá en ninguna revista de “lugares mágicos para perros aventureros”, pero cumplió su misión: dormir en paz, sin ruidos raros, ni humanos paseando con linternas a lo loco. Perfecto para estirar el lomo y resetear el hocico.
Por la mañana recogimos todo y nos lanzamos a la carretera, tirando hacia el norte, con mucha autovía y pocas curvas (menos mal). La parte emocionante empezó cuando el paisaje cambió y aparecieron esas colinas llenas de viñas que dicen “Mosel” por todas partes sin necesidad de cartel. ¡Menudo valle! A papi Edu se le iluminaron los ojos como cuando oye la palabra "queso".
Buscamos un sitio para comer y encontramos un área de picnic con vistas estupendas sobre el valle. Las viñas colgaban de las laderas como si alguien las hubiera peinado con raya al medio. Comimos tempranito, casi a la hora del desayuno francés, y luego recogimos porque teníamos una cita especial.
Nuestro destino: Brauneberg. Allí nos esperaban Ingo y Elke, unos amigos alemanes que conocimos hace casi dos años en Georgia, cuando yo todavía era más negro que canoso. Habíamos visto en redes que estaban por la zona y quedamos con ellos para un café. Aparcamos nuestra mini-camper al lado de su autocaravana (más alta, más grande, pero menos ágil) y nos recibieron con abrazos, sonrisas y muchas ganas de charlar. Yo me puse en modo anfitrión, enseñando mis mejores vueltas sobre la hierba.
Tomamos café y tarta de queso (ellos, claro... yo a mirar y salivar), con el río Mosel brillando de fondo. En eso, Ingo me detecta una garrapata traicionera en el lomo. ¡A traición! Papi Edu sacó las pinzas como si fuera un cirujano de urgencias y me la quitó con precisión suiza. Gesto noble, aunque luego no hubo premio.
Después del café, nos fuimos a un restaurante al otro lado del pueblo, en Ponyhof Jungenwald-Mühle. Ingo y Elke en bici, nosotros en coche (porque yo en bici no tengo carné). Allí ellos comieron —papi Edu dice que la comida estaba deliciosa— y yo tomé el sol como un lagarto feliz. Había olor a carne, a patata, a salsa... y yo allí, meditando sobre la injusticia canina.
Alrededor de las ocho nos despedimos de ellos con promesas de reencuentro y tomamos rumbo norte, saliendo del valle del Mosel para buscar sitio más tranquilo para pasar la noche. En esa zona no es fácil aparcar con perro sin acabar entre viñedos o turistas en sandalias.
Tuvimos suerte y encontramos un aparcamiento junto a un bosque, en una zona llamada Natur- und Geopark Vulkaneifel. Suena a parque temático, pero es más bien un bosque con nombre de superhéroe. Ya había otra cámper, de un señor alemán muy mayor que vino directo a saludarnos y nos invitó a tomar té en su cámper. Yo, encantado, porque eso siempre huele bien.
El hombre resultó muy simpático, pero hablaba... y hablaba... y hablaba. Discursos eternos sobre temas que a mí se me escapaban por la oreja derecha: sionismo, antisemitismo, cosas muy serias que no entiendo ni falta que me hace. Papi Edu escuchaba con atención y mucha educación, pero yo ya estaba espatarrado en el suelo, con la mirada perdida y pensando en la Roca Blanca de ayer.
Después de más de una hora, papi Edu logró zafarse con amabilidad diplomática. Volvimos a nuestra camper, cerramos la puerta, y yo me lancé a mi camita como quien huye de un mitin.
Aquí estamos ahora, con los grillos como banda sonora y la tranquilidad como colchón. Ha sido un día de paisajes bonitos, reencuentros felices, garrapatas inesperadas y charlas eternas. Pero estoy contento. Porque hoy, una vez más, hemos vivido. Y mañana… ya veremos qué hueso nos lanza el destino.
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