Hoy no empezamos el día con saltos ni alegría. Papi Edu había dormido mal —dice que tenía la cabeza como una lavadora centrifugando piedras— y yo, que soy muy empático (cuando me conviene), decidí quedarme tranquilo y no darle guerra. Bueno, casi.
Aún así nos levantamos temprano (para nuestro horario perruno). A las nueve y media ya estábamos despidiéndonos del señor parlanchín de ayer, que nos regaló otra buena dosis de charla matutina antes de decir adiós. Se intercambiaron datos, porque quiere mandarle algo a papi Edu. Yo no me meto. Mientras no me llegue por correo una garrapata con post-it, todo bien.
Enfilamos hacia el norte, rumbo a los Países Bajos. Pero todavía no cruzamos la frontera. Entre otras cosas, porque el día fue de esos que se arrastran más que se caminan.
Cogimos la autovía A1, que suena rápida y directa, pero ¡sorpresa! Tiene un agujero en medio. Así como lo oís. De repente hay que salirse y meterse por carreteras secundarias de esas con baches, curvas tontas y rotondas con más flores que coches. Resulta que ese tramo de autovía nunca se construyó del todo, por problemas legales, temas de conservación del medio ambiente y protestas de los vecinos. Vamos, que la naturaleza ganó esta batalla… y los conductores perdimos 40 minutos.
Papi Edu iba muy cansado. Se le notaba en la mirada y en el ritmo. Además las autovías le aburren muchísimo. Dice que son como tragarse una tostada sin mermelada: funcional, pero sin alegría. Y claro, cuando se aburre, le entra sueño. Así que fuimos haciendo muchas paradas sobre el camino. A veces solo para respirar. Otras veces para cerrar los ojos un ratito. Yo también aproveché para estirarme al sol o para olfatear cada rincón del césped como si hubiera pistas de un crimen. Es un talento que tengo.
El trayecto se nos hizo largo, pero poco a poco nos acercamos a la frontera con los Países Bajos. Y cuando ya casi podíamos oler los tulipanes… decidimos no cruzar. Resulta que en Holanda eso de dormir libremente está más prohibido que comer jamón en una reunión de veganos. Así que nos quedamos en Alemania, donde todavía hay aparcamientos en el bosque que te abrazan sin pedirte la matrícula ni un justificante de sueño.
Encontramos uno de esos. Solitario, rodeado de árboles, con cartelitos de rutas de senderismo y ni un alma a la vista. Papi Edu suspiró al aparcar. Yo también, pero el mío fue más por la emoción de bajar por fin del coche.
Antes de refugiarnos, dimos un paseíto por el bosque y los campos. El paisaje ya empieza a parecerse mucho a Holanda: plano, verde y con más cielo que montañas. Pero aquí no hay ciclistas con cascos de colores ni caravanas de turistas. Solo nosotros, los pájaros y un montón de silencio.
Y aquí estamos, aparcados al borde del bosque, con la luna asomando entre ramas muy rectas. Hoy no ha habido queso, ni amigos, ni aventuras épicas. Pero ha sido un día de avanzar. Y a veces eso también vale.
Ahora me voy a enroscar en modo rosquilla. A ver si mañana la cabeza de papi Edu amanece más despejada. Y si no… siempre podemos parar otra vez.
Añadir nuevo comentario