Día 34
Fairlie - Troon ⛴️ Brodick - Kildonan
Rumbo a la isla invisible
Nos despertamos tardísimo. Pero cuando digo tarde, es tarde tarde, de esos despertares en que ya no sabes si desayunar o directamente pedir la cena. Pasaban de las diez cuando papi Edu y yo asomamos el hocico por la cámper. No entraba ni un rayo de luz, gracias a las placas aislantes que tapan todas las ventanas. Muy prácticas, sí, pero también un poco cueva-de-oso-en-hibernación style.
Fuera, el panorama invitaba poco a salir: lluvia intermitente, niebla densa como sopa de avena y ese frío que se te cuela por las patas. Así que nada de senderos hoy. Papi se puso a planear la ruta de esta semana con su mapa, su café y su cara de "no me hables, que estoy concentrado". Y tras un rato de mover dedos por la pantalla y murmurar “hmm” y “ajá”, decidió: ¡nos vamos a la Isla de Arran!
La Isla de Arran es una de esas joyas escondidas (aunque los escoceses no la esconden, la tienen bastante a la vista). Está en la costa oeste de Escocia, en el fiordo de Clyde, y es como una Escocia en miniatura: montañas, playas, castillos, whisky, ovejas, más ovejas, y aún más ovejas. Se llega solo en ferry, y como buenos modernos, papi Edu reservó los billetes por internet. Pero, oh sorpresa: esta semana no salen desde Ardrossan, que está justo al lado de donde estábamos, sino desde Troon, un poco más al sur. ¡Y nosotros pasamos ayer por ahí! Si lo llegamos a saber…
Sobre mediodía arrancamos. Atravesamos de nuevo el moor, que es como llaman aquí a las extensas zonas de campo abierto, con colinas suaves cubiertas de brezo, charcos, y ese verde que solo existe en lugares donde llueve once meses al año. Son bonitos, pero si te sueltas sin correa, puedes acabar oliendo a oveja muerta durante días.
Tomamos la autovía hasta Troon y aparcamos en las afueras, en un aparcamiento gratuito junto a la playa. Solo cobran si duermes allí, y como no era el plan, pues perfecto. Dimos un paseíto corto por la arena, entre chubascos. De esos paseos que son media aventura y media ducha.
Papi tenía antojo de fish and chips, pero sin fish. O sea, solo chips. En esta isla rara donde la gente pone leche en el té y fríe todo lo que no se escapa, eso no parece tan extraño. Pero resulta que en los locales de fish & chips no se puede pagar con tarjeta. Todos los carteles decían lo mismo: “Cash only, sorry”. Y nosotros, claro, más digitales que un reloj Casio.
No habíamos visto ni un solo banco con cajero, solo esas máquinas en supermercados que dan libras pero con un cambio peor que un lunes sin paseo. Aun así, papi decidió sacar 50 libras... que nos costaron 75 euros. ¡Un atraco con lluvia incluida!
Con las libras calentitas en el bolsillo, encontró un local simpático donde le sirvieron sus patatas calientes. Yo también entré, sin problemas. La chica que atendía fue muy maja, aunque hablaba con un acento escocés tan fuerte que parecía que se estaba tragando las palabras. Yo no entendí ni "sit", pero sonreí con cara de “qué buena gente sois aquí, aunque no os entienda ni el Google”.
Paseamos un poco más por el pueblo, que sinceramente no tiene nada del otro mundo. Cuatro calles, una farmacia, tres tiendas cerradas y mucha gente paseando sin paraguas como si no lloviera (spoiler: llovía).
Sobre las cinco nos dirigimos al puerto. Subimos al ferry sin problemas. Y sí, yo también podía entrar, pero no en la zona normal y calentita con sofás y mullidos asientos… No. A los perros nos toca el salón de la segunda planta: sillas duras, frío, y olor a humedad. Menos mal que solo era una hora y cuarto.
El barco zarpó a las seis en punto y llegó a las siete y cuarto, con el mar un pelín agitado. No llegaba a mareo, pero sí a tambaleo. En la cubierta volaban más gotas que gaviotas.
En la Isla de Arran nos recibió una bienvenida muy escocesa: lluvia, viento y más lluvia. Condujimos unos veinte minutos hacia el sur y encontramos un aparcamiento donde pasar la noche. Quizás hay vistas al mar, pero con la niebla solo vemos un gris uniforme que bien puede ser el mar… o un muro.
Hay una sola autocaravana más. Pero con este tiempo, nadie se mueve. Nosotros encendimos la calefacción, preparamos la cena y nos quedamos bien a gustito en nuestra cámper. Afuera, el mundo está hecho sopa. Pero dentro, estamos en casa.
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