Hoy por fin parecía que Papi Edu se levantaba un poquito menos hecho papilla. Todavía no está como para subir el Ben Nevis a la pata coja, pero al menos ya no parece un fantasma griposo. El día empezó bien: buen tiempo, vistas bonitas, un ratito al sol junto a la camper. Yo me tumbé como una lagartija elegante, y Edu hizo ese gesto raro de achinar los ojos y decir “qué bien se está aquí”.
Sobre las doce, arrancamos y nos pusimos en marcha hacia Chanonry Point, un lugar famoso por el avistamiento de delfines. Allí hay un faro blanco muy fotogénico, un campo de golf, y un aparcamiento de pago que cuesta tres libras por dos horas. En teoría no se permite aparcar campers ni vehículos donde se puede dormir… pero nuestra camioneta-casa con forma de Transformers tímido no cuenta, ¿verdad? Aparcamos sin problemas.
Ahora, los delfines… ejem. Se ve que la mejor hora para verlos es justo cuando sube la marea, porque los peces entran en el estuario y los delfines van detrás. Nosotros llegamos cuando la marea ya estaba bajando, así que... ni aleta ni salpicón ni sonrisa Flipper. Nada. Solo un par de humanos frustrados mirando el agua como si la fuerza de la mente fuera a invocar cetáceos. Eso sí, el paseíto por la playa junto al campo de golf estuvo bien.
Seguimos la ruta hacia el norte y paramos en un pueblo que sí que mola: Rosemarkie. Allí dejamos el coche en el aparcamiento del Fairy Glen Trail, una caminata fácil y bien señalizada que sigue un arroyo encantado (bueno, encantado si crees en hadas). No tiene nada que ver con el lavavajillas, lo prometo. El camino sube entre árboles llenos de musgo, con pequeños puentes de madera y mucha gente —pero no tanta como para necesitar semáforos ni cascos. Al final del camino hay dos cascadas, y como hacía calorcito, había gente bañándose, incluso perros. Yo no, porque soy selectivo con mis baños. A mí no me engañan con esas pozas de cuento.
Volvimos al aparcamiento, comimos en la camper, y después de dar un paseíto por el pueblo seguimos en coche hacia Cromarty, otro pueblo con fama de pintoresco. Lo vimos desde el coche y... bueno, a mí me pareció que tiene más plataformas petrolíferas que casitas con encanto. El Cromarty Firth es un fiordo muy amplio, y ahí flotan varias estructuras metálicas gigantes, como si fueran rascacielos náuticos varados. Un poco feo, la verdad.
Teníamos dos opciones: coger el ferry Cromarty–Nigg (15 libras) o dar la vuelta al fiordo. Yo, que soy un perro de mar abierto, voté por el ferry. Pero Papi Edu, que es de tierra firme y de monedero prudente, decidió bordear el Cromarty Firth y cruzar por el puente. Es un fiordo importante en Escocia, profundo y estratégico, pero poco amistoso para chapuzones perrunos.
Repostamos un poquito de diésel (solo un sorbito, porque estaba carísimo) y seguimos hacia Meikle Ferry North & Slipway, un sitio junto al agua, con vistas preciosas al Dornoch Firth. Pero... estaba justo delante de una casa. A menos de 50 metros. Entre que la casa parecía habitada y que nosotros somos discretos por naturaleza (bueno, Edu lo es; yo ladro si pasa una hormiga), nos pareció que acampar allí era como plantar la tienda en el jardín de alguien. Así que… media vuelta.
Volvimos a cruzar el Dornoch Firth Bridge y encontramos otro sitio, cerca de Balleigh, en un pequeño aparcamiento rural. Rodeado de campos de hierba, con solo otra camper alemana al fondo. Un sitio tranquilo, discreto, sin carteles raros ni vecinos mirones.
Aquí nos quedamos. A dormir, a descansar y a ver si mañana, por fin, el virus abandona el cuerpo de Edu. Porque ya está bien de ser turistas a medio gas.
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