Día 87:

 

Annagassan - Malahide

Playas, castillo y charla internacional en un parking irlandés

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La noche fue tan tranquila que ni siquiera soñé con salchichas, y eso que normalmente me pasa al menos tres veces por semana. Dormimos junto al puerto, donde había agua gratis, lo cual hizo feliz a papi Edu porque pudo rellenar el depósito sin tener que jugar al Tetris con botellas de cinco litros.

Salimos un poco antes de las doce. “¡Qué pronto!”, diréis. Bueno, ya sabéis cómo somos: madrugar significa salir antes de que nos cierren el parking. En fin, tras el primer pipí del día y mis doscientos cuarenta y siete estiramientos reglamentarios, subimos al coche y pusimos rumbo al castillo de Ardgillan. Resulta que es un sitio precioso a orillas del mar, con unas vistas que ni en los sueños húmedos de un jardinero inglés.

El castillo, por cierto, ya no es un castillo de castillos, sino un hotel elegante con cafetería, donde la gente va a tomar té mientras mira por la ventana y dice cosas como “delightful” o “oh, darling, what a view!”. Nosotros no entramos, pero dimos un paseo largo por los jardines y el bosque que rodean el castillo. Y cuando digo largo, no me refiero a “largo para un chihuahua mimado”, sino largo de verdad.

Bajamos por un sendero que llaman Ladies Staircase, que parece el nombre de un perfume antiguo, pero en realidad es una escalera empinada que baja hacia el mar. Dicen que en el siglo XIX las damas de alta sociedad bajaban por allí para tomar el aire marino sin despeinarse demasiado. No sé si alguna llevaba perro, pero puedo confirmar que las vistas merecen cada peldaño.

Abajo, una playa tranquila nos esperaba con ese olor a sal y algas que me recuerda a cuando papi Edu se olvida de ducharse después de nadar. Paseamos un buen rato, yo corriendo en círculos como si me persiguiera un ejército de pelotas invisibles, y él sacando fotos de cosas que, sinceramente, no se mueven ni huelen: piedras, olas, barquitos lejanos...

Después, vuelta al coche y parada larga en una estación de servicio Applegreen, justo al lado de la autovía. Lo de “larga” lo digo sin ironía, porque entre comer algo, tomar un café, reorganizar la nevera y aprovechar para ducharse gratis como ayer, se nos pasó media tarde.

Con el cuerpo limpio y el estómago razonablemente lleno, continuamos el día con otra parada en Donabate Beach, otra playa larga como una lista de normas de camping. El tiempo seguía siendo bueno, y eso en Irlanda es motivo de celebración. Así que otro paseo largo por la arena, yo dejando huellas, papi Edu sacando más fotos de cosas que no se mueven, y el sol acompañándonos como si fuera uno más del equipo.

Ya sobre las ocho de la tarde llegamos al sitio donde íbamos a dormir: una zona tranquila en la costa, cerca de Malahide. Nada más aparcar, se nos acercó un señor irlandés que viaja en furgoneta cámper y resultó ser simpático como un pan untado con mantequilla. Nos dio consejos sobre sitios bonitos que ver, playas de ensueño y rutas sin demasiados turistas.

Después apareció una pareja polaca, encantadísima con nuestra célula cámper. Le preguntaban a papi Edu de todo: cuánto pesa, cómo se fija, si es cómoda, si yo tengo un sitio especial.

Y como si fuera hora punta de curiosos, también vinieron otros vecinos que estaban por allí, cada uno con su historia, su vehículo y su perro (o sin perro, pero claramente en inferioridad). Tuvimos una tarde muy sociable, como en un mini festival de camperos, todos intercambiando anécdotas y mirando los interiores de los vehículos ajenos con esa mezcla de envidia sana y admiración silenciosa.

Un día completo, de esos que no parecen especialmente épicos, pero que dejan un sabor agradable, como una croqueta en su punto o una siesta sin interrupciones.

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