Mil noches sobre ruedas (y una más)

Mil noches.

Mil veces he cerrado los ojos en nuestra pequeña casa con ruedas, oyendo la lluvia sobre el techo o el silencio de los bosques. Mil veces he sentido el motor vibrar debajo de mis patas, las ruedas girar hacia lo desconocido y el corazón de papi Edu latir en la cabina, buscando siempre el próximo horizonte.

Y papi Edu, una noche más. La que él pasó sin mí, mientras yo dormía en casa de Tito Fabi, en Edimburgo. Pero esa noche extra hace que todo suene a cuento. Mil y una noches. Como en los relatos antiguos, llenos de viajes, maravillas y algún que otro ladrido inesperado.

Todo empezó en 2021, cuando la camper aún olía a promesa y a madera recién cortada. Desde entonces hemos rodado por treinta y ocho países. Treinta y ocho huellas distintas en este mapa de olores, sabores y paisajes. Pero si tuviera que contarlo a mi manera, no lo haría por países, sino por noches. Cada noche tiene su historia, su color y su sonido. Algunas huelen a bosque húmedo, otras a gasóleo, a nieve o a pan recién hecho. Algunas suenan a silencio, otras a viento o a grillos.

Hemos dormido bajo estrellas y sobre arena caliente. Hemos sentido el aire polar del norte, más allá del Círculo Polar Ártico, y también el sol del sur, que calienta hasta los pensamientos. A veces el calor era tan fuerte que hasta los neumáticos suspiraban, y otras veces la nieve nos rodeaba como un ejército blanco decidido a quedarse. Recuerdo una noche en Croacia, cuando tuvimos que sacar el coche de la nieve… ¡qué epopeya! Edu decía palabrotas en varios idiomas y yo, por si acaso, supervisaba desde un montículo más seco.

En estas mil noches ha habido de todo: castillos que parecen de cuento y ruinas que cuentan historias, caminos de polvo, de barro y de piedra. Montañas que nos han hecho sentir pequeños, lagos que reflejan el cielo como un espejo, ciudades donde todos querían acariciarme y pueblos donde el tiempo parece haberse quedado dormido.

Pero lo mejor no ha sido el paisaje. Lo mejor ha sido la gente. Los que se cruzan en nuestro camino con una sonrisa, los que nos invitan a un café, los que preguntan por mí (siempre por mí primero, claro), los que nos cuentan historias de sus vidas y los que simplemente nos saludan desde su puerta, como si nos esperaran desde siempre.

Y no siempre viajamos solos. Muchas veces viene Tito Joan, que pone la música y el mapa. O Tito Javi, que sabe encontrar los mejores rincones. Y una vez también vino Tito Antonio (el de Málaga, que no es hermano de papi). Cada uno ha compartido con nosotros algunas de esas noches, y cada uno ha dejado su huella en nuestra pequeña casa rodante.

No todas las noches han sido fáciles. Algunas fueron frías, otras ruidosas, alguna incluso un poco inquietante. Pero todas suman. Porque cada noche dormida en la camper es una promesa cumplida: la de seguir adelante, de vivir sin reloj ni paredes fijas, de soñar sobre ruedas.

A veces pienso que mil noches son muchas, pero luego recuerdo que cada una tiene su propio latido. No es una cifra, es un viaje entero contado en sueños. Y ahora que sumamos una más, entiendo que no es el final de nada, sino la puerta abierta a mil más.

Mil noches (y una más). Un número que no significa descanso, sino camino. Porque mientras haya luces que se apaguen sobre nuestro techo y amaneceres que nos despierten con olor a mundo nuevo, papi Edu y yo seguiremos rodando. Él al volante, yo de copiloto, y la camper como nuestro pequeño universo en movimiento.

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