Dormimos en el bosque, o mejor dicho, lo intentamos. No sé si fue por algún zumbido sospechoso, un ratón con insomnio o simplemente las vueltas mentales de papi Edu, pero amanecimos con cara de “modo ahorro de energía”. Así que salimos tarde, aunque él lo llama “a una hora razonable”.
Nuestro destino del día sonaba solemne: Oradour-sur-Glane. Si no lo conocéis, es un pueblo tristemente famoso porque fue destruido por los nazis en 1944. Más de seiscientas personas murieron, y el pueblo quedó tal como estaba aquel día, como testigo mudo de la barbarie. Hoy es un lugar de memoria, un sitio donde las ruinas cuentan lo que los libros apenas pueden decir.
Aparcamos primero en el gran aparcamiento junto al sitio histórico, pero al ver el cartel de “4 euros hasta 5 horas”, papi puso cara de economista rebelde. “Por ese precio, Chuly, casi te compro otro peluche”, murmuró. Y así fue como dimos media vuelta y aparcamos gratis a cinco minutos andando. El ahorro campea con nosotros.
El Centro de la Memoria estaba cerrado por obras (parece que tardarán aún un par de años), pero incluso por fuera se siente su peso, con esas líneas sobrias que dicen más de lo que muestran. Luego papi fue al “pueblo mártir”, mientras yo me quedé fuera, atado a una valla metálica con la dignidad de un centinela perruno… y la frustración de un turista peludo excluido.
Porque no me dejaron entrar. Nada de perros, ni grandes ni pequeños, ni listos ni educados. Yo, que sé andar en silencio y hasta mirar con respeto, tuve que quedarme mirando desde fuera cómo papi desaparecía detrás del arco de entrada. No os voy a mentir: me dio rabia. Ladré un poco (vale, más de un poco), como diciendo “¡Eh, que yo también tengo derecho a la memoria!”. Pero nada. A doscientos metros ya sabían que había un perro indignado en la puerta.
Papi Edu, dentro, caminó entre las ruinas del pueblo, donde las calles están abiertas pero las casas no. Me contó luego que aún se ve el tranvía que atravesaba el pueblo, y la iglesia donde se detuvo el tiempo. Dijo que el lugar no es exactamente “congelado en 1944” como prometen los folletos, pero sí te deja una piedra en el pecho.
Yo, mientras tanto, vigilé la entrada y conté coches. Cada vez que salía alguien, lo miraba con cara de “¿Eres mi papi?”. Hasta que por fin lo vi volver, con la cámara llena y el alma un poco más pesada.
A comer, que eso cura casi todo. Encontramos un área de picnic y allí desplegamos nuestra rutina gourmet: pienso para mí, banquete para él. Luego, siesta sincronizada. Hacía falta recargar pilas después de la noche tan movida.
Más tarde, con energías renovadas y sin rumbo claro, papi se puso en modo “vamos viendo”. La idea general era acercarse al Parque Natural Regional Périgord-Limousin, pero sin estrés. De camino exploramos varios posibles lugares para dormir: uno en el bosque, cerca de Cognac-la-Forêt, muy tranquilo pero con menos encanto que una caja vacía; otro junto a un dolmen, un pedrusco prehistórico tan digno como los que vimos en Irlanda, pero aquí gratis y sin turistas. El problema: estaba pegado a la carretera. Dormir al ritmo de los camiones no sonaba tentador.
Y así llegamos a Saint-Auvent, donde encontramos una joya escondida: un área de autocaravanas preciosa, bajo los árboles, con tres huecos nivelados y ni un vecino. Paz total.
Mientras yo vigilaba que ningún gato pasara por nuestra frontera invisible, papi Edu aprovechó la última luz del día para hacer un poco de bricolaje. Nada grave: un pequeño hongo había decidido mudarse a la estructura de madera de la célula, y papi, en plan héroe con destornillador, lo declaró enemigo público número uno.
La noche nos envolvió entre olor a bosque húmedo y la satisfacción de haber cerrado un día serio con un final tranquilo. Él con su reparación, yo con mi hueso imaginario. Cada uno cura a su manera.
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