Día 84: Barendrecht, Delft

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¿Os ha pasado alguna vez que os despertáis oliendo tostadas, pero estáis en la cámper y lo único que os llega es el sonido de la cafetera? Así empezó mi día en Barendrecht. Dormimos delante de casa de la familia de papi Edu, en esa calle tranquila con casas todas iguales que huelen a césped recién cortado y a domingo.

Pronto entramos en la casa y allí estaban los locales: tita Wilma, tito Antonio, y mis primos Lars y Britte, que son como adolescentes pero muy altos. También estaba el primo-gato Tom, que me miró con esa cara de “ah, tú otra vez” y desapareció por las escaleras con toda la elegancia de un jamón con bigotes.

Después del primer café, papi Edu y tito Joan se marcharon. ¿Cómo? ¿Que se iban? ¿Sin mí? ¡TRAICIÓN! Me quedé en la puerta mirando cómo se alejaban en el coche, como si fuera una peli triste.

Por suerte, el día mejoró. Paseos por el barrio, juegos con Britte, siesta al sol en el jardín y muchas caricias. Tom el pusi incluso me toleró a medio metro durante un segundo entero. Ya es casi familia.

Mientras tanto, Edu y Joan habían ido a Delft, una ciudad con nombre de detergente pero famosa por algo mucho más limpio: ¡la porcelana azul! Fueron directos al museo “De Porceleyne Fles”, que no es una botella rara sino la fábrica más antigua de cerámica de Delft que aún funciona. Allí vieron cómo pintan a mano esos platos y jarrones blancos con dibujos azulísimos. Papi Edu se emocionó porque le encanta eso del arte y las cosas bien hechas. Tito Joan sacó mil fotos, aunque luego solo sube una.

Después aparcaron más cerca del centro, que no es fácil porque en Delft todo es de pago, hasta el aire. Pasearon por la Markt, la plaza del mercado gigante con el ayuntamiento por un lado y la Nieuwe Kerk (Iglesia Nueva) por el otro. “Nueva” de hace 600 años, ya ves tú. Dentro está enterrada toda la familia real. Al parecer no les gusta la playa, prefieren tumba de piedra y silencio.

Luego fueron a la Oude Kerk (la Vieja), que tiene una torre tan torcida que da vértigo solo de mirarla. Edu, que vivió allí cuando estudiaba, les hizo de guía turístico improvisado. También pasaron por el Delfse Poort, una antigua puerta de entrada a la ciudad que ahora da paso a las bicis y las gaviotas. Y comieron en la Beestenmarkt, una placita llena de terrazas y ambiente. Pidieron algo con queso, porque aquí el queso es religión. No trajeron nada para mí, claro. Otra traición.

Volvieron a casa por la tarde, pero justo en ese momento yo estaba de paseo largo con tita Wilma y tito Antonio, oliendo cada esquina como si fuera un detective de narices. Cuando llegamos a casa, ¡sorpresa! Ellos ya estaban allí. Pero no todo era alegría: traían noticias inquietantes y una pierna chunga.

Resulta que al llegar a Barendrecht les dio por explorar el barrio nuevo. Fueron a Gaatkensbult, una colina artificial que parece una montaña para hormigas, pero desde arriba se ve todo: el centro comercial, las casas de colores, Barendrecht entero y hasta los rascacielos de Rotterdam al fondo. Edu dijo que era como estar en un mirador secreto.

Subieron sin problema, hicieron selfies, todo muy bien. Pero al bajar, en vez de usar el caminito normal, decidieron tirarse por el talud de césped. Claro, el césped mojado + tito Joan mirando el iPhone = desastre anunciado. Joan resbaló, gritó algo que no traduzco por respeto, y acabó con la pierna estirada en ángulo raro. Lo irónico es que ese mismo Joan ha subido y bajado el monte Ararat, el monte Aragats, el Olimpo, el Etna y no sé cuántos montes más... ¡y va y se cae en una colinita en el país más plano del mundo! Si no fuera tan dramático, sería para ponerlo en una postal.

Volvieron andando, cojeando, más de media hora, y al llegar nos contaron toda la historia. Tito Joan tenía la pierna como un globo, le pusieron hielo, una almohada y muchos "ayayay". Yo me senté muy serio al lado, como perro-médico, observando si se curaba con mis poderes perrunos. No sirvió de mucho, pero al menos le lamí el dedo gordo por si ayudaba.

Terminamos el día todos juntos en el salón: humanos riendo, contando aventuras, Tom el gato en modo esfinge sobre el radiador, y yo espachurrado en el sofá como si hubiera participado en todas las excursiones. Porque aunque no me llevaron, este día también fue mío. Y lo mejor: papi volvió.

Ahora solo falta que tito Joan aprenda a mirar por dónde pisa... o que deje el iPhone cuando camina por colinas resbalosas.

Joan

Súper bien

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