Dag 25
North York Moors - Skinningrove
Ruinas, cuestas y acantillados
Después de la paliza de ayer por los acantilados, hoy decidimos tomárnoslo con más calma. O bueno, papi Edu decidió… Yo habría estado listo a las ocho, pero tampoco le voy a quitar el gusto de hacerse el lento. Salimos casi a las doce del sitio donde habíamos pasado una noche tranquila, en nuestra carretera olvidada con vistas de postal y sin un solo coche pasando.
El plan era visitar un sitio con nombre de cuento: Robin Hood’s Bay. Yo esperaba flechas volando y bolsas de oro, pero lo que había eran coches, muchos coches, y gente. Primero fuimos en coche hasta el pueblo, pero al ver el caos en los aparcamientos —y que encima eran de pago—, dimos media vuelta. A unos dos kilómetros encontramos un lugar donde se puede aparcar gratis, aunque con un cartel que pide una donación. Pero claro, como no llevamos ni una sola moneda inglesa (ni falsa ni verdadera), pues no pudimos dejar nada en el buzón. De todas formas, ese aparcamiento gratuito venía con trampa: para llegar al pueblo había que bajar una cuesta larguísima… y a la vuelta, subirla. Y no exagero. A mitad de camino pensé que íbamos a necesitar un sherpa.
El pueblo estaba petadísimo. Todo el mundo apiñado en la calle principal, que baja desde la parte nueva del pueblo hasta el mar. Aparte del gentío, también había marea baja, así que medio Yorkshire parecía estar caminando por lo que ellos llaman playa y yo llamo lodazal mojado con piedras. Por suerte, en los callejones más estrechos había menos humanos y el paseo fue bastante agradable. El pueblo es de esos que podrían servir para un anuncio de pescado congelado, con casas apretadas, colores pastel y tejados torcidos por el viento del norte.
Después de observar a decenas de turistas devorando fish and chips como si no hubiera un mañana, decidimos volver al coche. La cuesta de vuelta confirmó mis sospechas: esto no es un pueblo, es una prueba de resistencia.
La siguiente parada fue Whitby. Aparcamos en un sitio tranquilo para comer —porque si esperábamos más, el hambre nos iba a sacar a morder señales de tráfico— y luego, sobre las cinco, fuimos al Aldi a por suministros (es decir, comida para mí). Ya con la despensa llena, subimos a ver Whitby Abbey.
Whitby Abbey es una iglesia gigantesca en ruinas, situada en lo alto de un acantilado con vistas al mar del Norte. Sus restos impresionan, incluso a los que no entienden mucho de piedras viejas. Fue una de las abadías más importantes del norte de Inglaterra en la Edad Media, un centro religioso poderoso y con mucha influencia. Pero todo se vino abajo en el siglo XVI, cuando Enrique VIII se peleó con el Papa y mandó cerrar y saquear todos los monasterios del país. Desde entonces, lo que queda de la abadía ha ido resistiendo como ha podido, contra el viento, la lluvia y los turistas con cámara.
Tuvimos suerte con el tiempo: aunque el cielo estaba nublado, no había niebla. Ideal para explorar sin mojarse el hocico y disfrutar de las vistas impresionantes desde lo alto del acantilado.
Llegamos después de las seis, así que el aparcamiento era gratis (milagro), pero el recinto de la abadía ya estaba cerrado. Aun así, dimos un paseo por fuera. Todo está rodeado de un muro tan alto y serio que daría envidia al de Berlín. Y no es una valla, no señor, es un murazo de los que te hacen sentir como si estuvieras espiando algo prohibido. Aun así, papi Edu consiguió hacer unas fotos bastante chulas desde el otro lado del muro. Y sinceramente, no sé si habría merecido la pena pagar para entrar, porque tampoco parecía que dentro se viera mucho más que lo que ya podíamos ver desde fuera.
Después de rodear el recinto como buenos turistas de presupuesto ajustado, volvimos al coche y empezó la misión final del día: encontrar un sitio donde dormir. Pasamos por un par de lugares que no nos convencieron y acabamos en Skinningrove. Aparcamos en el puerto, en un aparcamiento con barcos de pescadores y, sobre todo, un montón de otros vehículos aparcados como sardinas en lata —porque las autocaravanas aquí están casi puerta con puerta. Esto ya empieza a parecer un festival ambulante, pero hay buen ambiente.
Nada más llegar, un hombre muy hablador se acercó a papi Edu. Se llama Zarren y se quedó impresionado con nuestra camper. Nos hizo sentir como si hubiéramos llegado en una nave espacial. A nuestro lado están nuestros vecinos, que también parecen bastante majos. La señora vecina incluso habla español porque es profesora. Yo me limité a hacerme el simpático con los perros de los alrededores y a marcar territorio discretamente entre rueda y rueda.
Cuando ya cayó la noche, nos metimos en la cámper. Aquí estamos, listos para dormir con el sonido del mar de fondo y el olor lejano a pescado. Y con suerte, sin vampiros esta noche.
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