Día 24

Scarborough - North York Moors

Geluidsbestand
307

Esta mañana amanecimos en el aparcamiento aquel donde pasamos la noche con otras tres cámperes. Martín, el del jamón de anoche, seguía en su cueva cuando nosotros empezamos a movernos. Llovía un poquito, así que nos lo tomamos con calma, sin prisa, sin pato, sin desayuno. Tres de las furgonetas se largaron bien temprano, una de ellas con un generador que por suerte ya había dejado de hacer su concierto matutino. Cuando dejó de llover, sobre las nueve y media, nos pusimos en marcha. Lo de tocar la puerta de Martín… pues no, que igual aún estaba en calzoncillos o componiendo óperasa.

Nuestro destino: Scarborough. Es una ciudad costera con mucho encanto y dos bahías: la del Norte y la del Sur, separadas por una colina con un castillo en ruinas que domina todo el panorama como si vigilara las gaviotas. Aparcamos en un sitio gratuito cerca de la Bahía Norte, con límite de dos horas usando ese disco azul que aquí usan en lugar de relojes solares. Justo un poco más abajo, ya había que pagar, así que ahí nos colamos de listos.

Exploramos la ciudad a pata. Subimos hasta el castillo de Scarborough, que desde fuera ya impresiona bastante. No entramos, porque pagar diez libras para ver más piedras, pudiendo verlas desde el camino… pues no. Pero eso sí, las vistas desde arriba son de postal: las dos bahías, los tejados de Scarborough, y el mar ahí, como diciendo “yo llevo aquí más siglos que ese castillo”.

Bajamos por un caminito hasta la iglesia de Santa María, que parece sacada de una peli de misterio, con su cementerio incluido. Allí está enterrada Anne Brontë, una de las hermanas escritoras. La lápida estaba tranquila, sin gente haciéndose selfies encima, que ya es mucho pedir.

Luego nos fuimos al Peasholm Park, un parque temático de estilo asiático. Tiene pagodas, un estanque y barcas con forma de dragón que hay que pedalear, lo cual a mí me parece una falta de respeto al dragón, que debería volar o echar fuego, pero bueno. Lo mejor fue ver a los humanos organizados en bancos como si el estanque fuera un teatro, esperando a que ocurriera algo… y lo que ocurría era gente pedaleando sin rumbo. A veces creo que no entendemos el mismo concepto de “diversión”.

En la vuelta al coche pasamos por la playa. No hacía calor como para tumbarse como sardinas, pero había un montón de humanos jugando, gritando, lanzando pelotas (¡pero no para mí!) y algunos perros corriendo como si les hubieran puesto muelles en las patas.

Casi agotamos nuestras dos horas de disco-trampa, y cogimos el coche rumbo norte, hacia los North York Moors. Comimos en un aparcamiento pequeño y descansamos un poco. Y luego, ya más frescos, a eso de las cinco, nos plantamos en Ravenscar, que suena a lugar donde pasan cosas misteriosas, pero en realidad es un pueblito tranquilo donde empieza una de las rutas más famosas del norte de Inglaterra: el Cleveland Way.

Este sendero va pegado a los acantilados, bordeando toda la costa. Es uno de esos caminos donde cada curva es una postal y cada cuesta una prueba de amor al senderismo. En nuestro tramo pasamos por un sitio llamado Peak Alum Works, que es un complejo de ruinas de lo que fue una industria alucinante: allí extraían alumbre, un mineral que se usaba para fijar los colores en los tejidos. Hace siglos, aquello era como una central nuclear del tinte. Hoy quedan los restos, pero el paisaje sigue oliendo a historia.

No llegamos hasta Robin Hood’s Bay, sino hasta Boggle Hole. Por el camino vimos ovejas, más acantilados, mar a la derecha todo el rato, y alguna que otra flor que papi decía que no tocara con la nariz. A la vuelta cambiamos de ruta y tomamos un camino verde, un antiguo trazado de tren reconvertido en paseo. Es casi plano y perfecto para correr, si no fuera porque papi dice que hay que conservar la energía para la cena. En total hicimos casi 10 kilómetros, y a las 8 y cuarto volvimos al coche, ya con las patas echando humo.

Tocaba buscar sitio para dormir, y la cosa se puso interesante. Miramos cuatro lugares en Park4Night y todos tenían ya más tráfico que la M-30 en hora punta. Esto empieza a parecerse un poco a Noruega, no por el paisaje sino por la invasión de autocaravanas y campers ocupando todos los sitios antes de que te dé tiempo a decir “modo avión”. Pero el primero que vimos nos convenció: nos aparcamos un poquito más lejos del punto exacto y aquí estamos. Estamos al lado de una carretera antigua, ya sin tráfico, cerca de otra más grande que se escucha de lejos pero no se ve. Lo mejor: vistas de infarto y una puesta de sol que parecía pintada con acuarela por un artista romántico con tiempo libre.

Y ahora… a descansar. Mañana, más patas, más vistas y, con suerte, menos humanos en barcas con forma de dragón.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
5 + 9 =
Resuelva este simple problema matemático y escriba la solución; por ejemplo: Para 1+3, escriba 4.