Hoy, la naturaleza decidió jugarnos una partida mojada, ¡literalmente! Al abrir los ojos, nos recibió la lluvia como si fuera la anfitriona de un día gris. Sin más opción que arrancar el motor, mi papi, siempre con su espíritu aventurero, optó por un atajo que resultó ser una aventura en sí misma. Siguiendo al GPS o quizás a una musa de la carretera, nos adentramos en un lodazal, convirtiendo nuestro vehículo en una obra maestra embarrada y, ¡vaya!, hasta nos tocó vadear un río que parecía más un león rugiente que un manso arroyo.

De repente, nos desviamos de la autopista y nos topamos con un parque natural de nombre intrigante: ¡Despeñaperros! Desde un mirador, contemplamos el paisaje con asombro y nos lanzamos a un pequeño sendero, pero la lluvia decidió convertirse en nuestro compañero no tan bienvenido y tuvimos que abortar la misión antes de que el agua hiciera de nuestras cabezas su hogar temporal.

Luego, la búsqueda de un refugio para la noche se convirtió en toda una odisea. Estamos en Castilla-La Mancha, tierra llana y aparentemente abandonada, donde el viento sopla como si estuviera tratando de llevarse todo a su paso. Finalmente, encontramos un santuario en forma de pantano con su imponente Castillo de Peñarrollo. Aparcados entre árboles, al menos estamos protegidos del embate del viento.

Cuando la lluvia dio un respiro, nos aventuramos a explorar el pantano y el castillo. ¡Sorpresa! El pantano, a diferencia del resto de España sedienta, rebosaba vida y agua por los cuatro costados. Y el castillo, aunque apenas unas ruinas, ya lo marcamos como el primero de muchos en esta travesía. En el área de estacionamiento, compartimos espacio con otras tres caravanas, pero con este frío y viento, preferimos quedarnos aquí, abrigaditos y a salvo.