Día 104

Åna-Sira - Jøssingfjord

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Hoy os voy a contar una aventura de esas que empiezan normalitas y acaban en plan "¿pero en qué lío nos hemos metido?".

Dormimos en un sitio que no era muy bonito, para qué engañaros, pero al menos era tranquilo. Y eso para mí es como ponerme una manta calentita encima: felicidad absoluta. Salimos bastante tarde porque papi Edu tuvo que cambiar una bombilla del coche. Yo pensé que eso era cosa de darle un golpecito y ya, pero no. Se tiró ahí peleándose con plásticos, tornillos y palabras que no voy a repetir, durante un buen rato.

Por fin arrancamos y en unos 15 minutos llegamos a Stornes, un pueblito pequeño pero tan bonito que parecía sacado de una postal de Navidad, aunque sin la nieve. Aparcamos, bajamos, y… plan del día: improvisar. No sabíamos muy bien hacia dónde ir, pero el sitio nos llamaba a caminar, como si el suelo mismo nos tirara de la correa.

Encontramos un cartel con varias rutas y, como no sabemos hacer las cosas a medias, elegimos la mejor. Y claro, la más difícil. ¡Bravo nosotros! Primero pasamos por un mini-faro llamado Oddan Fyr. Para ser mini, molaba un montón. Antiguamente servía para guiar a los barcos que entraban al fiordo, aunque ahora más bien guía a los turistas para hacerse fotos épicas. Las vistas desde allí eran tan bonitas que daban ganas de quedarse a vivir en un farolillo.

Seguimos caminando hacia Sandvika. Y no, no es una marca de arena para gatos, aunque suene igual. Sandvika es una pequeña playita de piedras en una esquinita del fiordo, donde el mar estaba tan tranquilo que parecía que se había quedado dormido. Yo metí la nariz en cada rincón, porque todo olía a aventuras y a pececitos.

Después vino lo *gordo*: Brufjellhålene. Son unas cuevas marinas gigantes formadas hace millones de años, cuando el nivel del mar era mucho más alto. Para llegar allí el camino se convirtió en una especie de carrera ninja: subir, bajar, trepar, deslizarse de culo, a cuatro patas. Y no solo yo, eh. Papi Edu también iba como una cabra de montaña, resoplando como si estuviera subiendo al Everest. Hubo momentos en que me tuvo que llevar en brazos, porque entre las rocas y los saltos, mis patitas no daban para tanto show.

Eso sí, las vistas… madre mía las vistas. El mar chocando contra las rocas, el fiordo abrazando las montañas, y nosotros allí, como unos campeones sin agua ni comida pero con dos cámaras listas para sacar fotos épicas. Porque claro, prioridades: ¿comer? ¿beber? Nah. ¿Fotos para Instagram? ¡Sí, por favor!

Después de unas cinco horas (que parecieron quince) llegamos al coche. Nos bebimos una Coca-Cola de la máquina en dos tragos y nos lanzamos de nuevo a la carretera, rumbo a Jøssingfjord. Pasamos por el pueblo (más bien un puñadito de casas pegadas al fiordo) y por el Tunnelstuo, un antiguo túnel tan estrecho y oscuro que parecía hecho para coches de juguete. Da un poco de yuyu pasar por allí, pero también mola sentirse como Indiana Jones en versión automovilística.

Nuestro plan era dormir en el parking del mirador de Jøssingfjord, que tiene unas vistas de infarto. Pero claro, todo estaba petado de autocaravanas. Alemanes, holandeses, y seguramente hasta alguna caravana perdida de Marte. Ni un hueco para nuestra mini-camper.

Así que tocó bajar de nuevo hasta el fiordo, buscar y rebuscar. Al final encontramos un rinconcito junto a la carretera, casi al final, donde no pasa nadie y tenemos vistas directas al fiordo. Tranquilidad absoluta. Solo nosotros, el coche, el fiordo y los mosquitos, que siempre se apuntan a todo.

Hoy dormimos aquí, con el sonido del agua de fondo y las patas cansadas pero felices.

¿Sabéis qué? A veces, los mejores días son esos en los que no sabes ni a dónde vas. Solo sabes que vas bien acompañado.

Joan

Me encanta

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