Día 113

Jondal - Bergen - Osterøy

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Después del día de máxima vagancia de ayer, hoy nos tocaba mover el culo (el mío, el de papi Edu y el de la cámper). Eso sí, sin prisas. Salimos del aparcamiento sobre las once, que para nosotros ya es casi madrugar.

Pusimos rumbo al Jondal Ferjekai, que no es una marca rara de yogures, sino el embarcadero para coger el ferry. Aquí en Noruega los ferris son como taxis colectivos que cruzan fiordos en vez de calles. Este además era eléctrico, silencioso como un gato ninja. Ni humo, ni ruidos, ni olor a chamusquina. Un placer para mi hocico de calidad premium.

La travesía hasta Tørvikbygd duró unos 20 minutos. Un paseíto de 7 kilómetros flotando entre montañas verdes y agua más plana que la barriga de un galgo. Yo, por supuesto, patrullando la cubierta desde la ventana.

De ahí, carretera y manta. Trotamos casi 100 kilómetros, en los que no pasó gran cosa... salvo la odisea acuática. Buscábamos un sitio para llenar nuestro depósito de agua. Primer intento: grifo de adorno, ni gota. Segundo intento: éxito total, en un aparcamiento con baños públicos donde papi Edu encontró un grifo en la pared como quien encuentra un tesoro pirata. Si no llega a aplaudir, revienta.

Luego intentamos lavar ropa en el sur de Bergen, pero la lavandería estaba más cerrada que el castillo de Drácula en invierno. Así que directo al centro.

Aparcamos en una zona de pago pero sin que nos desplumaran. Aquí usan EasyPark, una app donde pagas lo que aparcas, y si ves que te has enrollado en una terraza, amplías desde el móvil. ¡Bendita tecnología!

Mientras papi Edu iba cargado de bolsas de ropa como un burro de carga moderno, yo me quedé vigilando la cámper, ojo avizor. Pero mientras la lavadora daba vueltas como un trompo loco, vino a buscarme para hacer un reconocimiento rápido de Bergen.

Bergen, esa ciudad de la que todo el mundo habla maravillas... y que a nosotros nos dejó algo fríos. El famoso Bryggen, con sus casitas de madera de colores, parecía recién sacado de un decorado de teatro. Resulta que el original se quemó en 1955 y todo lo que ves son reconstrucciones. A ver, bonito es, pero saber que todo es de mentirijillas le quita un poco de magia.

El centro estaba petadísimo de turistas y tiendas de recuerdos sospechosos: trolls de plástico, postales carísimas y salmón que costaba más que un jamón ibérico.

La Domkirke, la catedral, tampoco levantó mucho entusiasmo. Pequeñita, sobria, más sosa que un bocadillo de pan solo.

Pero paseando hacia el otro lado del puerto, Bergen nos sonrió un poco más: barcos auténticos, casitas de verdad, menos empujones de grupos con palos selfie. Allí sí pegué un par de carreras estilo gacela feliz.

La secadora de la lavandería parecía funcionar a pedales, así que tuvimos tiempo para explorarlo todo tranquilamente. Ya bien pasada las seis de la tarde, recogimos la ropa limpia y perfumada (menos mal) y salimos pitando.

Cogimos la autovía en dirección norte, estómagos rugiendo como leones. Paramos en una estación de servicio, devoramos comida a la velocidad de la luz y seguimos rodando.

Cruzamos el Osterøybrua, un puente atirantado impresionante, de esos que parecen sujetados por cuerdas mágicas. Con sus 600 metros, une el continente con la isla de Osterøy. Yo estaba más atento al viento que casi me tumba de un soplido.

En Osterøy, la carretera se volvió juguetona: curvas, gravilla, más curvas, saltitos. Parecía una montaña rusa rural. Y al final, como premio gordo, encontramos una playita de grava junto a un lago. Solitos. Sin ruido. Solo el susurro del agua y mis orejas felices.

Aparcamos, estiramos patas, olimos el aire puro (yo, a fondo) y nos preparamos para dormir. Un sitio perfecto. Y esta vez, ni un mosquito con intenciones raras.

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