Vinjeøra - Trondheim - Ekne
Día 125
No sé cómo lo hace mi papi, pero siempre consigue que salgamos dentro de nuestra “hora habitual”, que no es muy temprano, pero tampoco lo bastante tarde como para quejarse mucho. Esta vez nos tocaba Trondheim, una ciudad con nombre de trueno y alma de paseo. Cogimos el coche y, como de costumbre, me tocó hacer de copiloto sin mapa ni idea, pero con muchas ganas. Casi dos horas de viaje sin parar ni a olfatear un árbol. Casi. A veces creo que esto es más rally que road trip.
Aparcamos gratis (que eso le encanta a papi) en un barrio tranquilo donde se puede estar cuatro horas sin que venga nadie a decirte que muevas el coche. Para nosotros, cuatro horas es como un día entero: suficiente para patearnos una ciudad y sacar un millón de fotos en las que salgo con cara de “esto no es pienso”.
Entramos a la ciudad desde Bakklandet, que ya de por sí es un paseo. Casitas de colores, flores por todas partes, terrazas llenas de humanos con café y yo sin poder entrar a ninguna. Desde ahí cruzamos el Gamle Bybro, el Puente Viejo. Y qué puente, amigos. Rojo como mi pelota favorita y con unas torres de madera que parecen salidas de un cuento vikingo. Lo construyeron allá por 1861, pero ya había un puente en ese sitio desde el siglo XVII. Lo más guay es que cuando lo cruzas, parece que estás entrando en otro mundo... o saliendo de uno. Según el sentido, claro.
Seguimos hasta el Piren, que suena como si fuera un perro muy elegante, pero en realidad es un muelle moderno con vistas chulas y un ambiente muy relajado. De ahí bajamos a la Nidelva Promenade, que es un camino largo y bonito a orillas del río. Ideal para estirar las patas, perseguir hojas flotantes y, si te dejan, meter el hocico en el agua (no me dejaron).
Después nos metimos un buen paseo por el centro más moderno y comercial de la ciudad. Lleno de tiendas, humanos cargando bolsas y algún que otro intento de colarme en una cafetería. Fracasé. Pero olía todo muy bien.
Y para terminar el paseo con estilo, visitamos la Catedral de Trondheim, también llamada Nidarosdomen, que es tan impresionante que hasta yo me quedé quieto mirándola un rato. La fachada parece una tarta de piedra gótica decorada con estatuas, ventanas y algún que otro cuervo de atrezo. Es el lugar donde coronan a los reyes de Noruega, aunque no vi ninguno ese día. Supongo que no se dejan ver si no llevas cita.
Justo al lado está el Palacio Arzobispal, que es el edificio secular más antiguo de toda Escandinavia. Secular, dice papi, pero yo solo vi muros gordos y muchas esquinas que olían a historia (y a turistas).
Luego vuelta al puente, otro paseíto por Bakklandet (que uno nunca se cansa de lo bonito) y al coche. La ciudad nos sorprendió un montón. Papi dijo que le gustó más que Bergen y Stavanger, y yo estoy de acuerdo: menos cuestas, menos lluvia y más rincones para husmear. El sol nos acompañó todo el rato y hasta parecía que estábamos en vacaciones de verano. De esas que duran solo cuatro horas.
Casi agotamos el tiempo del aparcamiento, así que volvimos a por el coche y seguimos ruta. Tocaban unos 80 kilómetros más, pero eso nos llevó como si fueran 800. Entre paradas, siestas (mías) y búsqueda de un sitio donde comer algo (muy tarde, como siempre), el día se nos fue estirando como mi bostezo mañanero.
Al final llegamos a un sitio mágico junto a un fiordo, con luz de casi medianoche y silencio de cuento. Costó encontrarlo, pero mereció la pena. Estamos aparcados al borde del agua, rodeados de montañas y con un aire que huele a tranquilidad... y a musgo fresco. Este es el tipo de sitio donde uno quiere quedarse para siempre. O por lo menos hasta que papi vuelva a decir “¡Vámonos, Chuly!”.
Añadir nuevo comentario