Nos despertamos con el sonido de los pájaros y ese olorcillo a bosque que me pone las orejas tiesas. Antes de arrancar, dimos un pequeño paseo entre los árboles que rodeaban el aparcamiento del Gammelstadsviken. Un paseo corto, pero cargado de olores nuevos, ramas crujientes bajo las patas y esa sensación de “vale la pena haber dormido aquí”.
Después, al coche. Pero nada de grandes rutas: en apenas diez minutos estábamos aparcados (¡gratis, como nos gusta!) al lado de la aldea-iglesia de Gammelstad (Gammelstads kyrkstad, para los que sepan pronunciar estas cosas). Aquí sí que vale la pena estirar las patas. Esta especie de mini-pueblo está formado por más de 400 casitas rojas de madera, todas agrupadas alrededor de una iglesia blanca del siglo XV.
Y no, no es un decorado de película de Papá Noel. Estas aldeas-iglesia, o kyrkstad, eran bastante comunes en el norte de Suecia y servían para que la gente que vivía en zonas remotas pudiera venir a misa o a las reuniones del pueblo y quedarse a dormir en estas casitas. ¡Imagínate! Fines de semana enteros de rezo, cotilleo y arenques fermentados.
La aldea de Gammelstad es la mejor conservada de todas, y es tan fotogénica que incluso yo posaría sin que me sobornaran con una salchicha. Es súper chula, pero pequeñita. En menos de una hora lo vimos todo. Y eso que papi se paraba cada dos metros a hacer fotos y decir “qué bonito”. Yo, mientras tanto, marcaba mi propio recorrido con precisión suiza.
Después fuimos en coche a Luleå, la ciudad cercana. Aparcamos cerca de una marina con barcos muy limpios (demasiado limpios para oler bien). Paseamos por el centro, que está bien… pero tampoco nos quitó el aliento. Es más moderno, más funcional, con ese estilo escandinavo que huele a eficiencia, pero también a poca personalidad. Vamos, que no deja huella, ni siquiera en mi trufa.
Cuando el estómago empezó a rugir (el de papi, el mío rugía desde que salimos de la aldea), cogimos el coche y fuimos a aparcar en Lulviksbadet, una playa que con sol debe ser muy maja. Pero hoy no era uno de esos días. El cielo estaba tan gris como un sofá de IKEA, y hacía un fresquito que quitaba las ganas de mojarse las patas. Así que comimos dentro de la cámper, bien a gustito. Luego tocó siesta. Yo dormí como si me hubieran dado un masaje sueco.
Por la tarde, otra vez al volante. Condujimos unas dos horas, la mayoría del tiempo por bosques que parecían calcados de los anteriores (pero que huelen distinto, os lo aseguro). Al final llegamos a Skellefteå. No vimos mucho de la ciudad aún, solo una especie de zona deportiva en el norte, rodeada de bosque. Pero encontramos un aparcamiento enorme, con otras autocaravanas y campers desperdigadas por allí. Gente corriendo, en bici, haciendo ejercicio como si no hubiera siesta.
Nosotros no hicimos deporte. Nosotros hicimos camping. Que es como el deporte, pero sin sudar.
Aquí dormimos hoy. Rodeados de árboles, respirando aire fresco y planeando la próxima aventura. Suecia nos va gustando. Aunque echo de menos un poco de sol... o una salchicha.
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