Dormimos al norte de Skellefteå, en un sitio tan tranquilo que ni los mosquitos se atrevían a zumbar. Bueno, uno sí, pero ya no cuenta porque ahora está frito. A eso de las once y media, después de mis rituales matutinos (ya sabéis: estiramientos, inspección perimetral, mirada intensa al comedero), arrancamos. No habíamos calentado aún los neumáticos cuando ya estábamos aparcados otra vez, esta vez cerca del museo de Skellefteå. Menos de 15 minutos de viaje… lo justo para protestar una vez y rendirme.
Pero no entramos al museo, ojo. Nos fuimos directos a pasear por los alrededores, y vaya si mereció la pena. Justo al lado está Bonnstan, un barrio antiguo de casas de madera que parece sacado de una peli nórdica. Calles de tierra, casitas rojizas y oscuras, todas apretujadas como si tuvieran frío y quisieran abrazarse. En realidad son cabañas de iglesia que la gente usaba antiguamente cuando venían desde lejos a la misa del domingo. Una especie de hotel rústico versión siglo XVII.
Yo lo vi más bien como una aldea para humanos pequeños con buen gusto y sin necesidad de Wi-Fi. ¡Todo olía a historia (y a perro que pasó antes que yo)!
Justo al lado está la iglesia de Skellefteå Landsförsamling, blanca, elegante, y un cementerio de esos tranquilos que solo los perros sabemos leer bien. Papi la rodeó despacio, yo olfateé cada esquina con respeto, y en general se respiraba mucha paz. Papi echó un vistazo en el interior mientras yo esperaba en la puerta. Dice que por dentro impresiona tanto como por fuera.
Después de más de una hora paseando entre casas viejas, historias antiguas y hierba fresca (con algunas zonas estratégicamente fertilizadas por mí), volvimos al coche. Ahí me lancé directo a mi cojín, y papi arrancó en dirección sur, sin perder el norte, como siempre.
Carretera, más carretera, y luego aún más carretera. Todo verde, muy bonito, pero ya sabéis lo que opino yo del coche: no es mi zona favorita. A cambio, me dió un par de premios cada hora, que acepté sin negociar.
Tras casi 140 kilómetros, a eso de las seis de la tarde, encontramos un sitio para dormir: un enorme aparcamiento de grava cerca de Umeå, con pinta de no haber visto una escoba desde el Mesozoico. Pero oye, nos viene de perlas. Tranquilo, nivel biblioteca sueca. Solo hay una autocaravana más, y el lago no está lejos. No se ve, pero se intuye en el aire esa humedad de “si das tres pasos, te mojas las patas”.
Pasamos la tarde en modo descanso: paseo corto, cena (para mí con mi pato de entrada, como manda el protocolo), y luego cada uno a su rincón. Papi a leer, yo a dormir. No hubo ruidos, ni humanos gritando, ni coches pasando. Solo un búho lejano que se pasó media noche diciendo “uh, uh”, como si dudara de todo.
Skellefteå nos sorprendió. A veces los sitios pequeños tienen más que enseñar que las grandes ciudades. Y si además te dejan oler cada piedra sin prisa, entonces ya es perfecto.
Mañana, más. Y si hay menos, pues menos es más. Sobre todo si el más es pienso.
Añadir nuevo comentario