Amanecimos con el canto de los pájaros y el murmullo del Kemijoki. Dormimos como troncos (yo incluso soñé que perseguía a Papá Noel en trineo). La mañana fue de esas lentas, de estar sin hacer nada y hacerlo todo: mirar el agua, oler el aire, rascarse con entusiasmo. A las 12 en punto (puntualidad finlandesa), arrancamos la cámper y nos pusimos en marcha.
Primero hacia el sur, luego un giro al oeste. Poco a poco, el paisaje fue cambiando: menos lago y más ciudad. Y entonces… ¡cruzamos la frontera a Suecia! Fue tan anticlimático que ni me enteré. Un simple puente sobre el río Torne, entre Tornio (Finlandia) y Haparanda (Suecia). Tan urbanizado, tan sin señales dramáticas ni policías ni nada, que papi decidió volver a Finlandia... ¡y cruzarla otra vez! Para grabar un vídeo de la frontera. Resultado: media hora dando vueltas entre países sin bajarnos del coche. Dicen que los perros no entienden las fronteras. Y yo digo: menos mal, porque esto era un lío.
Suecia es el país número 11 del viaje de este año. Y lo primero que vimos fue... redoble de tambor... ¡un IKEA! Claro, como quien aterriza en Italia y lo primero que ve es una pizza. IKEA es como el templo nacional de los suecos. Si no tienes al menos una estantería Billy, te expulsan del país. Pero tranquilos: no entramos. Yo sospecho que Papi tiene un trauma con los atajos imposibles de esas tiendas.
Media hora después, paramos a estirar las patas en un área de picnic cerca de Säivis, junto al Golfo de Botnia (¡esto sí que es mar, no esos lagos gigantes disfrazados!). Pero el día estaba tan gris que daba pereza hasta respirar. Sin lluvia, pero sin alegría. Así que nos quedamos un par de horas en la cámper, mirando el mar sin marineros.
Luego seguimos ruta. Más bosques, más carreteras tranquilas. Paramos solo una vez más: en el pueblo de Kalix, para hacer fotos a una iglesia de madera que parecía sacada de una postal de Navidad bien elegante. Kalix kyrka es del siglo XV y es una de las pocas iglesias medievales de madera que quedan en Suecia. A mí me pareció una cabaña de lujo con campanario.
Finalmente, buscamos nuestro escondite para pasar la noche. Y lo encontramos en el aparcamiento del Gammelstadsviken Naturreservat. Un nombre impronunciable, pero un sitio precioso: naturaleza intacta, un riachuelo murmurando, silencio total. Estamos solos. Ni un coche, ni un reno, ni un alma. Solo nosotros, el sonido del agua y los árboles saludando con sus hojas.
Aquí dormiremos esta noche. Muy suecos. Muy tranquilos. Y sin muebles de IKEA. Por ahora.
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