Día 164
Hoy hemos hecho lo que yo llamo un “día de rueda”. Esos en los que pasamos más tiempo en coche que oliendo cosas interesantes. Pero no os preocupéis, que entre siesta y siesta también ha habido sorpresas. Salimos a la hora de siempre del sitio de pernocta en Kuhmo, con las patas aún medio dormidas pero con un lago precioso detrás que daba pena dejar. Aunque claro, si no nos movemos, no hay aventuras… ni más lagos que descubrir.
Después de veinte minutos rodando, hicimos una parada estratégica: compras. Para los humanos, claro. Yo me quedé vigilando el coche como un profesional de seguridad. Todo bajo control. Ni ardillas ni osos se atrevieron a acercarse.
Y justo después, en el siguiente tramo de carretera, ¡renos! Varios. Caminando tan tranquilos por el asfalto como si fueran influencers en una pasarela. Algunos nos miraban como si fuéramos nosotros los raros. Yo me puse a temblar (de emoción, no de miedo), pero no me dejaron bajar a jugar. Injusticia nivel ártico.
Una hora más tarde, paramos en un sitio con nombre prometedor: Bear Centre. Tito Joan y papi Edu se emocionaron como si fuéramos a ver a Baloo bailando con una piña colada. Pero resulta que el sitio estaba pensado para humanos que quieren dormir en cabañas y espiar osos por la noche. Yo creo que los osos estaban todos en huelga o de vacaciones, porque no vimos ni uno. Tampoco me dejaron olisquear por el bosque. Así que vuelta al coche.
Cuarenta minutos más tarde, paramos al borde de un lago para comer y echar una siestita. Aquí los días son largos, larguísimos, así que siempre buscamos una orilla tranquila donde tumbarse al sol y hacerse el muerto. Bueno, los humanos, porque yo sigo alerta por si cae algo al suelo. (Spoiler: cayó una patata. Pequeña, pero mía.)
A las cuatro, cuando yo pensaba que nos quedaríamos a vivir allí, volvimos a arrancar. Pasamos por un sitio que parecía de película de guerra: Raatteen Portti museoalue y justo al lado, el Talvisodan Monumentti. Yo no entendía muy bien lo que era hasta que papi me explicó que allí se libró una batalla brutal durante la Guerra de Invierno entre Finlandia y la Unión Soviética. En pleno bosque helado, con temperaturas de locos y miles de vidas perdidas.
El museo estaba cerrado, pero el monumento… madre mía. Imaginaos un campo entero cubierto de miles de piedras, cada una representando a un soldado muerto. Un silencio tan denso que hasta yo bajé las orejas. Se respiraba algo solemne, algo que ni siquiera los pájaros se atrevían a romper. Tito Joan se quedó un rato muy quieto, mirando el horizonte. Yo también. Aunque no entendiera todo, sabía que ese lugar merecía respeto.
Y justo cuando pensaba que el día no podía ponerse más raro, ¡zas! Paramos en The Silent People (Hiljainen kansa). Decidme si esto no da un poco de mal rollo: un campo enorme, lleno de figuras humanas hechas con palos y cabezas de turba, todas vestidas con ropa de verdad. Como si un ejército de espantapájaros se hubiera escapado de un manicomio rural. ¡Y ni uno se movía! De ahí lo de “gente silenciosa”, claro. Yo les ladré, por si acaso. No se fiaba ni mi nariz.
La obra es de un artista finlandés (Reijo Kela) y, aunque parece salida de una pesadilla, tiene su aquel. Habla del anonimato, de la gente olvidada, o de los que no tienen voz. Yo creo que también habla de lo raro que es el arte moderno, pero eso ya es opinión mía.
Una última hora de coche y por fin, a las siete, llegamos a nuestro sitio para dormir. Otra vez al borde de un lago, tranquilo, sin osos ni humanos silenciosos, solo agua, cielo y los tres de siempre. Bueno, cuatro si contamos a mi osito de peluche, que sigue sin entender por qué le llaman oso si nunca ha rugido.
Y así terminó un día sin grandes atracciones turísticas pero con unas cuantas cosas para pensar. A veces, entre curva y curva, uno se topa con la historia, el arte y el silencio más profundo. Y luego se tumba al sol a oler el viento.
Mañana más. O menos. Ya veremos.
Añadir nuevo comentario