Día 167

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¿Sabéis esa sensación de que algo emocionante va a pasar, pero primero tienes que aguantar un buen rato en el coche? Pues eso fue exactamente mi día. Salimos tempranito de un lugar muy tranquilo junto al mar, cerca de Raahe. No diré que me lo pasé pipa allí porque ya sabéis que el viaje en coche no es mi parte favorita del espectáculo, pero oye, lo que vino después tuvo su gracia.

Primero, una parada estratégica para repostar... ¡agua! Sí, agua, ese oro líquido que papi Edu y tito Joan valoran casi más que el WiFi. Paramos en un aparcamiento con grifo (de los que no muerden), llenamos el depósito y aproveché para hacer un control de calidad del césped local. Notable alto, aunque con un toque demasiado húmedo para mi gusto.

Y entonces, ¡zas! Dos horas y pico de carretera. Ciento sesenta kilómetros que me supieron a eternidad. Menos mal que los asientos de nuestra camper son tan blanditos que podrían ser cama de rey (de los que roncan). Llegamos a un sitio con nombre de carta de Ikea: Jakobstad (o Pietarsaari, si te da por ser más finlandés que el salmón ahumado).

Y atención, que aquí viene la curiosidad del día: en Jakobstad se habla más sueco que finlandés. ¡Lo juro por mi pato de goma! Parece que este rincón finlandés decidió hace tiempo que el sueco molaba más. Así que si saludas diciendo “hej hej” en vez de “moi moi”, te miran con cariño.

Lo que más nos gustó fue Skata, el barrio viejo de la ciudad, lleno de casas de madera de colores, como sacadas de una peli nórdica de las buenas. Es un antiguo barrio obrero que ahora parece de revista: calles de tierra, vallas bajitas, geranios en las ventanas... y un silencio que casi podías morder. Si te descuidas, te entra la tentación de pedir un café y mudarte.

También pasamos por una fábrica antigua llamada Strengberg —o algo así— que era una fábrica de tabaco, de las grandes. Hoy ya no huele a puro, pero el edificio sigue allí, imponente y con un rollo industrial que le da carácter al centro de la ciudad. Muy cerca está el Stadshus, el ayuntamiento, con otro edificio de ladrillo justo al lado que también nos dejó con la boca abierta (y a mí con la lengua fuera, pero esta vez no por el calor, sino por la lluvia).

La iglesia de madera también merece mención. Blanca, sencilla, con su campanario separado como si se hubieran peleado en la obra. Tiene ese aire de que allí todo va lento, como debe ser.

Y ahora, ojo al dato: lo más raro del día fue... ¡la venta ambulante de huevos! Un coche cargado hasta el techo, literalmente, con docenas y docenas de huevos. La gente hacía cola como si regalasen entradas para ver a un cantante famoso, y cada uno se llevaba bandejas como para alimentar a una familia de lobos hambrientos. Yo me puse alerta, claro, porque si algo se rompe ahí, el olor puede durar siglos.

Después, comida en el aparcamiento. Mi parte favorita. Aunque el menú fue el de siempre, ya sabéis... pienso. Pero lo bueno de comer en la camper es que a veces se les cae algo interesante. Misteriosamente.

Tras la digestión breve y un último vistazo a esta ciudad sueco-finlandesa, nos tocó otro trayecto. Casi una hora por las típicas carreteras principales de Finlandia. Aquí no tienen muchas autovías como en otros países. Lo que llaman “carretera nacional” es más bien como una comarcal ancha, con un carril por sentido, árboles a ambos lados y límites de velocidad que hacen bostezar a un gato. Pero eso sí: ni un bache. Todo liso como mi barriga cuando me han cepillado. Y con espacio suficiente para que incluso los alces se crucen sin poner intermitente.

Finalmente, llegamos a nuestro lugar de pernocta cerca de Vöra. Está junto a un puente y cerca de una orilla. No es el sitio más bonito donde hemos dormido —no hay vistas épicas ni ardillas dando saltos— pero cumple. Plano, tranquilo y sin vecinos molestos. Perfecto para una noche de descanso tras tanto traqueteo.

Yo me acurruqué en mi rincón favorito, con mi pelota cerca y mi oído atento por si alguien dice “paseo”. Porque, amigos, aunque no me guste el coche, siempre estoy listo para lo que venga después.

Y mañana… ¿más suecos? ¿más lagos? ¿más pienso?
¡Quién sabe! Yo me dejo llevar (pero solo si hay siesta después).

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