Día 168

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Salimos a nuestra hora de siempre, la que yo marco con un bostezo largo, un estirón de lomo y un paseo con cara de “yo no he dormido en toda la noche”. Subimos al coche —vale, subí a regañadientes, pero subí— y media hora más tarde ya estábamos en Vaasa. No suena a gran cosa, lo sé. Pero esperad, que la cosa mejora.

Aparcamos entre el centro y el mar, un equilibrio perfecto entre humanos con café y gaviotas con mala leche. El cielo estaba como en modo “no estoy triste, solo pensativo”, pero eso no nos frenó. Empezamos una exploración a pie que olía a salitre, a metal oxidado y a historia. Vaasa es una ciudad finlandesa que ha sido varias cosas: puerto importante, refugio de suecos, ciudad quemada (en 1852 se calcinó casi entera) y reconstruida con más cabeza. Está llena de edificios bajos, calles amplias y, sorpresa, zonas industriales junto al mar que me recordaban un poco a las ciudades fantasmas de las pelis... solo que aquí todo funciona. Incluso las fábricas. ¡Y no apestaban! O yo ya he perdido sensibilidad, que también puede ser.

Caminamos entre naves con graffitis curiosos, almacenes con barcos en reparación y una pasarela que bordeaba el agua. Yo olisqueaba cada rincón, y mi papi se ponía en modo explorador con cámara y todo, como si buscara el plano perfecto para la portada de un disco indie. Hasta que llegamos al momento cumbre del día: el famoso letrero blanco gigante de VAASA. Ahí me vine arriba. Me subí como un campeón y me dejé hacer fotos como si fuera la estrella de un musical finlandés. Selfie con “S” de “soy el mejor perro del mundo”. Y sí, me bajé solo porque me prometieron premio. Spoiler: no lo cumplió. Solo me dio una caricia, que no se mastica.

Tras un par de horas paseando y descubriendo que en Vaasa no hay solo fábricas, sino también parques, una universidad con pinta de tener más bicicletas que alumnos y una zona de playa donde nadie se baña (¡normal, con ese cielo!), volvimos al coche.

Una horita después aparcamos junto a un lago que parecía de cuento. De esos con nenúfares, árboles reflejados en el agua y un silencio que solo interrumpí yo, con mi clásico “giro de oreja al mínimo ruido”. Comimos tranquilos, tirados sobre la hierba, y entonces... momento topless acuático. Mi papi se metió en el agua, como hace casi todos los días aquí en Finlandia. Pero esta vez fue más allá: cruzó nadando hasta la otra orilla, sin pensárselo mucho. Que vale, ya sé que está acostumbrado, pero yo lo miré como si se estuviera lanzando al Polo Norte. Yo, por mi parte, me quedé en seco. Literal.

Después del chapuzón y una mini siesta, volvimos al coche a las 4. Y ahí empezó el palizón. Hicimos casi 200 kilómetros más. Hoy en total fueron más de 300, lo que en tiempo perruno se traduce como “suficiente para dormir dos días seguidos”. Solo paramos para repostar, estirar las patas y comprar cosas que no son para mí. Que alguien me explique por qué siempre hay croquetas humanas, pero nunca hay salchichas para perros. Discriminación gastronómica, lo llamo yo.

A eso de las 7:30 de la tarde, cuando mis patas ya pedían cama y mis orejas colgaban en modo sofá, llegamos al sitio donde vamos a dormir. Un clásico de los nuestros: aparcamiento junto a un lago, rodeado de árboles, con silencio, brisa y olor a tierra mojada. Yo me bajé, inspeccioné el perímetro y marqué mi territorio como es debido. Luego me senté en lo alto de una piedra y miré el lago con aire místico. Como un perro sabio. Como si supiera que mañana nos espera otra aventura. Pero en realidad solo estaba esperando a que papi sacara mi cena.

Y así termina el día: con una ciudad de fábricas, un lago con baño incluido y un final tranquilo entre árboles. Yo ya he tomado posesión de mi esquina favorita del coche. Buenas noches, o como dicen aquí: hyvää yötä.

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