Día 169

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Esta mañana arrancamos el día dejando atrás nuestro rincón tranquilo de pernocta. Subimos al coche y nos tocó una hora de conducción suave por autovías en condiciones, de esas que hasta a mí me hacen relajar las orejas.

Al llegar a Tampere aparcamos en una zona un poco retirada del centro, pero lo bastante cerca como para ir paseando. Nada mal, porque la ciudad se presta a caminarla. Tiene canales, edificios de ladrillo con pasado industrial, y un ambiente que mezcla lo moderno con lo antiguo sin despeinarse.

Nos llamó la atención una catedral impresionante y una torre-mirador que domina la ciudad desde las alturas, pero resulta que está dentro de un parque de atracciones. Así que nada de subir. A mí no me dolió: esas alturas no me inspiran confianza, y además olía a algodón de azúcar, lo cual me despista.

Lo mejor del día fue toparnos con una fiesta tradicional. Música en directo, gente bailando con trajes antiguos y cara de estar disfrutando. Tito Joan me agarró corto, porque ya me veía yo metido en el corro, moviendo el trasero como si no hubiera un mañana. Pero me tuve que conformar con mirar (y oler) desde la barrera.

Pasamos más de tres horas callejeando. Hay algo en Tampere que engancha: tiendas pequeñas con encanto, edificios chulos, parques, y ese ambiente de ciudad que vive a su ritmo sin estresarse. Al final, entre paseos y sorpresas, la ciudad nos ganó.

Después volvimos al coche y fuimos a un centro comercial de los grandes. Papi Edu y Tito Joan entraron a comprar unas cosas, y yo me quedé vigilando. Luego comimos en la camper, en el aparcamiento. No es muy glamuroso, pero tiene su punto: la comida sabe mejor cuando estás rodeado de bolsas de supermercado y silencio.

Seguimos la ruta con otra hora y media de coche por autovías que parecen alfombras. Y hacia las seis de la tarde llegamos a Hämeenlinna, donde nos esperaba un castillo medieval con pinta de no dejarse conquistar fácilmente. El castillo de Häme es del siglo XIII y lo construyeron los suecos para marcar territorio. Aunque estaba cerrado, pudimos rodearlo y asomarnos bien desde fuera. Impresiona. Ladrillos rojos, torres redondas y ese aire de “aquí han pasado cosas”.

Justo al lado está el museo militar. Tampoco entramos, pero hay un montón de cosas fuera: tanques, piezas enormes y trastos que parecen salidos de una película. A mí me parecían buenos escondites, pero papi Edu no me dejó subirme a nada.

Y finalmente, el último tramo del día: tres cuartos de hora más en coche y llegamos al sitio donde vamos a dormir. Es un aparcamiento junto a una pequeña playa, al borde de un lago. Hay una sauna pública al lado, aunque ya está ocupada. Igual no me habrían dejado entrar de todos modos, que uno tiene su dignidad.

Ahora, al caer la noche, la gente se ha ido. Estamos solos, el lago está en calma, y la camper bien plantada. Silencio, árboles, agua... y yo con los ojos medio cerrados. Finlandia sabe cómo regalarnos finales de día de esos que no se olvidan.

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