Día 255

Hoy os traigo un relato desde Ostratu, cerca de Bucarest, esa ciudad donde los coches parecen tener su propio concurso de lentitud, y los humanos compiten por quién estornuda más veces por minuto.

Anoche dormimos al ladito del imponente Palacio del Parlamento. Sí, ese edificio que parece un gigante ladrillo blanco que alguien dejó olvidado en mitad de la ciudad. El sitio donde aparcamos era un tanto... ¿cómo decirlo sin ofender? Un poco perruno en el mal sentido: descuidado, como si hubiese sido el patio trasero de unas casitas que, por lo visto, fueron sacrificadas en nombre de la urbanización y la política. Pero oye, no juzguéis por las apariencias: fue una noche sorprendentemente tranquila. Ni un ladrido, ni un claxon... ¡ni siquiera un ratón valiente!

Por la mañana, mientras yo inspeccionaba el entorno con mi mejor cara de detective, mi títo Joan andaba liado preparando sus cosas. Hoy volvía a España, y mientras él empaquetaba, mi papi y yo nos quedamos disfrutando de la quietud del lugar. Comimos allí mismo, ¡porque a mí nadie me mueve antes de que mi pancita esté llena! Y, por supuesto, mi pato de goma se llevó su protagonismo de rigor.

Después, nos montamos todos en nuestra casita rodante y atravesamos la ciudad para llevar a títo Joan al aeropuerto. ¡Menuda aventura! El tráfico en Bucarest es como una fila interminable de coches jugando al "Simon dice". Los semáforos mandan, pero los coches obedecen cuando quieren, y yo en mi ventanilla, viendo ese caos, me preguntaba: ¿de dónde saca la gente tanta paciencia?

Tras despedirnos de títo Joan (¡hasta la próxima, títo!), emprendimos nuestra misión nocturna: encontrar un sitio para pasar la noche antes de que el sol se escondiera. Porque, amigos, aquí en noviembre el sol es como esos perros que odian el frío: desaparece antes de las cinco. Además, mi papi está resfriadito, con esa cara de "déjame en paz o te estornudo encima", así que no había tiempo que perder.

Por suerte, encontramos un lugar estupendo a apenas quince minutos del aeropuerto. Estamos al ladito de un pueblo, en un campo de césped junto a un lago. Aunque hace un frío que pela las orejas (y las patas), nos sentimos bien acompañados. Una autocaravana de Polonia comparte el lugar con nosotros, pero con estas temperaturas nadie quiere salir a socializar. Lo entiendo; yo tampoco me quito del calorcito de nuestra casita con calefacción.

Así que aquí estamos, rodeados de frío por fuera pero calentitos por dentro, mi papi descansando y yo vigilando el lago desde mi ventana. Porque aunque no se vea ni un alma, nunca se sabe cuándo aparecerá un pato real dispuesto a competir con mi pato de goma.

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