Día 287

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¡Guau, qué día hemos tenido hoy! Entre kilómetros, nieve y cultura, casi me crecen alas de tanto ir y venir. Os cuento desde el principio, que esto tiene miga.

Despertarse con vistas a un lago siempre es un gustazo, aunque a mí me gustaba más la idea de despertarme con un hueso en la boca. Hacía un poco de sol, así que mi papi arrancó el coche mientras yo supervisaba, porque alguien tiene que estar al mando, ¿no? Tras 20 minutos, llegamos a Počitelj, un pueblo que parece sacado de un cuento. Está colgado en la ladera de una montaña y tiene más escalones que yo ganas de perseguir ardillas (¡y eso es mucho!). Por lo visto, es un sitio tan bonito que ya lo habíamos visitado hace dos años. ¡Menuda sorpresa nos llevamos! Subimos hasta el primer nivel, que es como un aperitivo del pueblo. Lo bueno de este lugar es que, aparte de las casitas de piedra, tiene un castillo arriba del todo. Dicen que desde allí las vistas son espectaculares, pero claro, yo no subo por la vista, yo subo porque mi olfato me lo pide.

Después de revivir nuestra visita a Počitelj, nos fuimos directos a Mostar. Allí sí que nos acordábamos de todo, bueno, casi todo. Lo nuevo esta vez fue la Cruz del Milenio, que está en lo alto de una montaña. ¡Menuda cruz más grande! Desde abajo parece que toca el cielo, pero no os preocupéis, no pesa tanto subir hasta ella. Mi papi y yo nos hicimos unos selfies porque, claro, ¿de qué sirve visitar un lugar si no se documenta? Y os voy a decir algo: desde la cruz se ve todo Mostar, como si fueras un águila sobrevolando la ciudad. Eso sí, cuidado con el viento, que por poco salgo volando yo también.

Cuando terminamos en la cruz, volvimos al coche, bajamos la montaña y nos pusimos rumbo al norte de Bosnia y Herzegovina. Fue entonces cuando comenzó la verdadera aventura: ¡la nieve! Subiendo por otra montaña empezó a caer del cielo como si fuera confeti en mi cumpleaños. Por suerte, llevábamos al quitanieves delante, pero al principio parecía más un quita-poquito porque no se notaba mucho su trabajo. Más adelante, ya quitaba capas decentes de nieve, pero justo cuando estábamos confiados, el quitanieves siguió recto y nosotros tuvimos que girar. Y ahí empieza la aventura de buscar dónde dormir.

Lluvia, viento, un lago que no parecía muy acogedor y una iglesia en lo alto de una colina que, sinceramente, daba más miedo que ganas de quedarse. Al final, encontramos un sitio en las afueras de un pueblo llamado Podgradina, en una zona de picnic con aparcamiento. Lo mejor: hay nieve en el suelo y es tranquilo. Lo peor: no puedo perseguir conejos porque, bueno, no hay. Pero no pasa nada, aquí estamos protegidos del viento y listos para otra noche en nuestra casita rodante.

En fin, equipo, otro día más en el que vivir es toda una aventura. Ahora toca descansar para lo que venga mañana. ¡Guau!

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