Día 294

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Passo Valparola / Sas de Stria 🏔️ Dolomitas 🇮🇹 Italia
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Hoy empezamos con un plan que parecía tan sólido como un hueso recién salido del congelador: volver a ver las famosas Tre Cime di Lavaredo, esos tres picos que son la joya de la corona de las Dolomitas. Pero entre que no nos pillaba de camino y que había que invertir casi una hora solo para llegar al aparcamiento (¡y eso sin contar la caminata sosa hasta arriba!), papi dijo: “Esto no es un plan, es una excursión burocrática”. Así que lo descartamos y nos lanzamos a la aventura improvisada, que ya sabéis que es como nuestro pan de cada día.

Mientras yo me imaginaba un día de coche y siestas épicas, papi decidió que quería explorar Cortina d’Ampezzo, ese sitio que suena como un helado caro. Cuando llegamos, nos encontramos con un caos de coches y humanos. No había ni un hueco para aparcar, y desde la cámper vimos cómo las calles bullían de actividad. A mí me pareció un hormiguero gigante, pero sin hormigas simpáticas, solo humanos estresados. Sin perder tiempo, giramos el volante hacia el oeste sin saber a dónde iríamos, confiando en el instinto aventurero (y en Google Maps).

Así acabamos en el Passo Valparola, un puerto de montaña que parecía sacado de una postal. Allí nos encontramos un edificio curioso, que resultó ser un museo de la Primera Guerra Mundial. Mientras papi admiraba el paisaje y yo me planteaba si echarme una siesta, aparecieron tres italianos que nos preguntaron si íbamos a subir al Sas de Stria. Papi, con su típica actitud de “yo puedo con todo”, dijo que no estaba seguro por la nieve, pero los italianos, con esa confianza típica de quien lleva botas secas, aseguraron que se podía. Así que... ¡a por ello!

Subimos acompañados de este trío: un hombre de la edad de papi y dos mujeres, que parecían sus acompañantes habituales (no pregunté detalles, soy perro, no cotilla). La nieve al principio parecía manejable, pero en cuanto di cuatro pasos, me hundí hasta las orejas. ¡Hasta las orejas! Me vi tan sepultado que pensé: “Chuly, aquí se acaba tu carrera aventurera”. Pero papi, con su arte para convencerme, me animó a seguir.

La subida era como una mezcla de historia y gimnasio extremo. Había trincheras y búnkeres de la Primera Guerra Mundial que aún resistían el paso del tiempo (y de los turistas), pero también nieve traicionera que nos hundía a cada paso. Papi, en un momento dado, desapareció hasta la cintura en un agujero blanco, y yo pensé: “¿Ahora quién me da de comer si no sale de ahí?”. Por suerte, logró escapar, aunque con las botas llenas de nieve y dignidad algo tocada.

No llegamos hasta la cima porque la trinchera que servía de camino estaba bloqueada por un muro de nieve que ni los italianos quisieron cruzar. Bajamos por donde habíamos venido, pero encontrar el camino de vuelta fue como resolver un rompecabezas en el Polo Norte. Incluso con mi olfato perruno, no fue fácil. Al llegar a la cá*mper, me lancé al asiento como quien se encuentra un sofá calentito después de un día en la nieve.

Desde allí, nos tocó una buena ruta de curvas y kilómetros, incluyendo el Passo Pordoi, con sus 27 curvas numeradas que te dejan mareado solo de pensarlo, y otros puertos de montaña que parecían no tener fin. Por el camino, atravesamos zonas de esquí llenas de gente (y sin un solo hueso en el suelo, qué decepción).

Cuando finalmente quisimos buscar dónde dormir, nos topamos con varios obstáculos: nieve bloqueando caminos, aparcamientos de pago y mucho frío. Al final, encontramos un lugar tranquilo, rodeado de nieve y silencio. Aquí estoy ahora, escribiendo esto mientras mis patitas se calientan y papi intenta secar sus botas en un rincón de la cámper. Ha sido un día de esos que te hacen amar la vida nómada, aunque mañana espero que toque menos nieve y más siestas.

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