Día 23

Esrick - York - Scarborough

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Cuando nos acostamos anoche, el aparcamiento era tan tranquilo que hasta los grillos bostezaban. Solo tres camiones dormían con nosotros, bien separados, como si cada uno tuviera ronquidos distintos. Pero por la mañana… ¡ZAS! Parecía que alguien había gritado “¡Desayuno gratis!” y todos los coches del condado habían venido corriendo. En realidad, no era gratis, claro, era por un puesto de esos que son mitad cafetería mitad tentación satánica. Vendían café y unos pasteles que olían a gloria celestial. Yo me quedé con el hocico pegado a la rejilla un buen rato, inhalando azúcar con devoción. Papi, como siempre, nada. Ni un triste pastelito. Ni una miga. ¡Y eso que yo estaba dispuesto a compartir!

Nos metimos en el coche rumbo a York. Estaba a unas diez millas, pero llegamos con la velocidad de una babosa herida porque había un atasco de los que te hacen replantearte la vida. Tres cuartos de hora de coche parado, avanzando a pedales por culpa de unas obras donde nadie parecía estar obrando nada. Muy típico.

Por fin llegamos a York Racecourse, que por suerte es un sitio donde aparcar es fácil y gratis… cuando no hay carreras. Y justo no las había, aunque el cartel decía que el próximo evento era ese sábado. Aparcamos allí como reyes y empezamos la excursión a pata, cruzando un parque verde y amplio. Al rato apareció un puente moderno y elegante: el Millennium Bridge, que atraviesa el río Ouse como si fuera un lazo de acero. Yo lo crucé con la dignidad de un emperador romano, aunque me resbalé un poco al final. Nadie lo vio. Creo.

Seguimos caminando junto al río, atravesamos el Rowntree Park (donde casi me como un frisbee volador por accidente) y llegamos al centro. Allí vimos, desde fuera, la Clifford’s Tower, una torre antigua subida a un montículo muy redondo. Dicen que es normanda. Yo no vi ningún normando, solo turistas jadeando al subir. No subimos. Con mis patas cortas, ese montículo se parecía sospechosamente al Himalaya.

Después nos metimos en The Shambles, una calle que parece decorado de película medieval… porque básicamente lo es. Tiene casas torcidas, letreros viejos, tiendas de brujas y varitas, y una turba de turistas que se pelean por hacerse selfies como si fueran a desaparecer si no lo hacen. Dicen que inspiró a Harry Potter. A mí me inspiró salir corriendo. Demasiada gente, demasiadas tiendas, demasiadas cosas que no se pueden comer.

Papi aguantó un poco más que yo. Yo ya iba medio agachado por debajo de la multitud, intentando no ser pisado. Al final, nos desviamos hacia la catedral: York Minster. Muy gótica, muy enorme, muy impresionante. Yo me senté a mirarla un rato. Se me ocurre que si ladrara ahí dentro, con esa acústica, tendría eco hasta Escocia. Pero no me dejaron entrar. Política anticánidos. Injusta, diría yo.

Luego vino una parte que me gustó más: la muralla. La recorrimos un tramo corto, solo para que yo pudiera marcar territorio en algo histórico, como corresponde. Pero lo mejor fue cuando llegamos a los jardines del museo. Ahí sí. Tranquilo, bonito, con flores, árboles, sombras, estatuas extrañas y bancos donde papi se sentó a darme mimos. También había ardillas. No las pillé. Cero de tres intentos.

No entramos al museo. Yo por motivos obvios (perro), y papi porque decía que con este sol y esta brisa, meterse dentro de un edificio era una ofensa a la meteorología. Así que nos quedamos fuera, que se estaba de lujo.

Sobre las tres y media regresamos al coche, caminando a buen ritmo por el parque y el río. Papi Edu ya tenía hambre y yo llevaba una hora con el estómago cantando bulerías. Pero no comimos allí. Condujimos media horita más, campo a través, hasta un rinconcito al lado de la carretera donde no pasaba ni el viento. Allí sí, por fin, ¡comida! Papi además se dio una duchita exterior. Yo le miraba con cara de “a mí ni se te ocurra”. Lo pilló.

Después seguimos rumbo a Scarborough, pero sin entrar en la ciudad. Encontramos un aparcamiento al oeste, grande, amplio, sin tráfico. Ya había tres campers más, pero muy espaciadas. Bueno, excepto una. Una que tenía un generador encendido que rugía como un tractor viejo con dolor de muelas. ¡Vaya ruido! Medio aparcamiento quedó inutilizado por culpa de eso. No sé qué electricidad necesitaban, ¿tenían una discoteca dentro?

Nos instalamos lo más lejos del escándalo, y justo después llegó otra furgoneta. El señor que bajó se llamaba Martin y en menos de dos minutos ya estaba charlando con papi Edu como si fueran viejos amigos de la mili. Y antes de que me diera cuenta, ¡estábamos dentro de su furgoneta!

No os voy a mentir: aquello era un desastre. Oscuro, sin ventanas, todo sucio y mal organizado. Pero Martin era simpático, charlatán, y bastante majo. Decía tener casi 70 años, pero hablaba como si tuviera 30 y una radio en la garganta. Lo mejor de todo fue que tenía una caja con jamón y pollo en el armario. Yo lo supe nada más entrar. ¡Olí ese jamón desde fuera! Me fui directo al armario. Él se rió y acabó dándome un par de trocitos. ¡Triunfo absoluto!

Y aquí viene la parte curiosa del día. Todo el mundo habla del jamón de York. ¡Hasta lo venden en países que no saben dónde está York! Pero después de andar todo el día por esta ciudad… ni una loncha. Ni una triste lonchita. Ni una tienda que dijera “¡Auténtico jamón de aquí!”. Qué decepción. Lo más parecido fue el de Martin, que era de supermercado y, probablemente, de Dinamarca. Una estafa toponímica, vamos.

Estuvimos allí hasta las 11, charlando y compartiendo historias. Martin hablaba más que el alemán del otro día, pero al menos sus historias eran más entretenidas. Cuando ya se nos caían las orejas del sueño, nos despedimos y volvimos a nuestra cámper para dormir.

Y así terminó el día. Con York en las patas, jamón en la barriga, y el zumbido lejano de un generador tocando la nana.

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