Día 77: Upper Loch Torridon Viewpoint - Rigg

Cruzamos la niebla por la ruta prohibida, y Skye nos recibió con queso.

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Hoy, por la mañana, la niebla seguía de guardia. El sitio donde dormimos anoche resultó tener buenas vistas, pero las descubrimos como quien encuentra un billete en el bolsillo del pantalón: tarde y con sorpresa.

Salimos casi a mediodía y nos dirigimos hacia Applecross. Hay dos caminos para llegar: el largo y amable, bordeando la costa… o el otro. ¿Y cuál cogimos nosotros? Pues claro, el otro. El Bealach na Bà, que en gaélico suena a "vas a sudar", es una carretera de alta montaña, estrecha, con curvas tipo sacacorchos y pendientes de esas que hacen sudar hasta al freno de mano. Pero hoy, todo eso, ni fu ni fa. Porque había niebla. Muuuucha niebla.

La vista prometía, pero se quedó en promesa. Lo único que vimos fue el cartel de "Single Track Road" y alguna que otra oveja con cara de aburrida. Applecross, cuando llegamos, tampoco es que nos diera la bienvenida con fanfarrias. El pueblo —si se le puede llamar así— es diminuto. Dimos un paseo de cortesía y volvimos al coche antes de que alguien nos cobrara por respirar.

Como no había otra opción, deshicimos el camino por el mismo paso de montaña. ¿Y qué vimos esta vez? Pues… niebla. Pero con memoria.

Después de tanto “no-ver”, pusimos rumbo a Plockton. Una hora y media de coche, unos sesenta kilómetros y una banda sonora de gruñidos (míos) y suspiros (de papi Edu, cada vez que otro coche ocupaba media carretera). Al llegar, Plockton resultó ser… turístico. Mucho coche, mucho humano, y un aparcamiento de pago que no aceptaba huesos como moneda. Así que nos fuimos a un aparcamiento junto al aeródromo, más tranquilo, más espacioso, más mi estilo.

Allí comimos algo en la camper, y luego volvimos a la carretera, dirección isla de Skye. Antes de cruzar el puente, paramos en Kyle of Lochalsh, en un supermercado Co-op. Yo no entré, pero papi Edu sí, y volvió con provisiones. Nada para mí, claro.

El Skye Bridge, ese sí que mola. Une la isla con tierra firme, flotando sobre el agua como si lo hubiera diseñado un hada ingeniera. No hay peaje, lo cual me parece lo mínimo después del día que llevábamos.

Papi Edu mandó un mensaje a Len para avisarle de que ya estábamos también en la isla. Y Len, que es rápido como un border collie con GPS, mandó su ubicación. ¡Estaban al norte de la isla! Una hora más de carretera. Pero valía la pena.

Cuando llegamos al aparcamiento (que estaba llenito hasta los topes), justo al lado de la autocaravana de Len y May había un hueco. Como si lo hubieran guardado para nosotros. Aparcamos y, mientras papi Edu nivelaba la camper con esas cuñas mágicas, yo ya olía conocidos.

Nos recibieron con alegría, y al poco ya estábamos todos en su autocaravana gigante. Los humanos compartieron alguna cosa ligera para cenar, y yo me llevé el premio de la noche: las cortezas del queso. Eso sí que fue digno de repetir.

A eso de las once, volvimos a nuestra camper, aparcada pegadita a la nave nodriza de los malagueños. La noche era tranquila, sin niebla, sin turistas, sin pagos. Solo queso en la barriga y amigos al lado.

Un buen final, aunque el día no enseñara mucho.

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