La mañana empezó tranquila, demasiado tranquila, como esas en que uno sospecha que se avecina algo raro. Y efectivamente: Tito Joan andaba revolviendo cosas y preparando mochila. ¡Mochila! Esa palabra ya suena a abandono. Yo intenté meterme dentro para ver si así me lo llevaba, pero no coló.
Después del desayuno, los tres salimos a pasear. Caminamos por parques y barrios de Malahide, con ese aire elegante de sitio costero donde hasta los pájaros parecen hablar inglés con acento fino. Al final del paseo apareció ante nosotros el castillo de Malahide. No entramos ni al interior ni a los jardines, pero lo vimos por fuera, y os digo: es de esos castillos que parecen de cuento, con torres, ventanas de piedra y muros que mezclan ruina con señorío. Vamos, que no es un decorado: es un castillo en condiciones, donde uno casi puede imaginar caballeros afilando espadas y fantasmas paseando en pijama medieval.
De vuelta en la cámper, papi Edu se puso en modo chef y preparó una comida tan rica que los dos humanos se relamieron de gusto. Yo, claro, me quedé con mi pienso de siempre, que no me hace ninguna gracia, pero qué remedio.
Después de comer, la tripa de los humanos pidió una pausa, así que hubo sobremesa tranquila, cafelito y un rato de descanso. Todo parecía en calma, pero no duró mucho: enseguida tocaba llevar a Tito Joan al aeropuerto…
Solo veinte minutos de coche y ahí estábamos, en la franja de carga y descarga frente a la terminal, ese lugar donde todo son abrazos rápidos, maletas rodando y coches con las luces de emergencia puestas. Allí nos despedimos: yo puse mi mejor mirada de cachorro-triste para ver si cambiaba de idea, pero nada… Tito Joan se fue rumbo a Barcelona, y papi Edu y yo arrancamos de nuevo la aventura en solitario.
Ya solos, papi Edu y yo seguimos nuestra rutina viajera. Fuimos a la estación de servicios Applegreen (sí, esa que ya conocemos) y allí él se pegó otra ducha gratis. Sale de esas duchas como un caballero reluciente, mientras yo me quedo con mi perfume natural de perro explorador, que no lo cambia ningún gel del mundo.
Después regresamos exactamente al mismo sitio de Malahide donde habíamos pasado la noche anterior. Todo igualito, salvo que hay unas cuantas cámpers nuevas y otras se han marchado. El ambiente era muy bueno: en el estuario se mezclaban clases de vela, gente probando stand-up paddle, otros haciendo tai-chi en el parque… vamos, un festival de calma y movimiento al mismo tiempo.
Y luego, como por arte de magia, al caer la noche todo el mundo se marchó. El estuario se quedó solo para nosotros y las otras autocaravanas. Silencio, agua tranquila y el mejor telón de fondo para dormir. Yo, feliz de seguir la aventura, aunque ya echando de menos a Tito Joan.
Añadir nuevo comentario