Hoy arrancamos el día más temprano que nunca. No porque el viento nos zarandeara la cámper (que lo hacía, y mucho), sino porque teníamos cita con el taller en Santry. Ayer había llegado allí un paquete muy especial: las correas y poleas para el coche, esas cosas aburridas que huelen a grasa. No es que el taller las hubiera pedido, porque ya nos habían dicho que no conseguían localizar las piezas correctas; fue papi Edu quien se encargó de cazarlas por internet y mandarlas directamente al taller. Ingenio perruno-humano, que se llama. Antes de las 10 ya estábamos entregando las llaves y, de repente, nos tocó resolver el gran misterio: ¿qué hace una manada sin ruedas durante varias horas?
La respuesta: ¡explorar!
Nos dimos un buen paseo por Santry Demesne, un parque enorme que en su día era la finca de una familia importante, con mansión incluida (que ya no existe). Hoy es un pulmón verde con caminos, prados, un estanque y hasta restos de jardines señoriales. Yo me sentía el rey del lugar, olisqueando cada rincón como si fueran ruinas arqueológicas caninas.
Después tocó centro comercial. Ya sabéis: pasillos brillantes, gente cargada de bolsas, olores a comida por todas partes… y yo entrando tan pancho en una tienda de animales, no porque necesitáramos nada, sino porque allí los perros somos bienvenidos. Eso sí que es marketing de calidad.
Más tarde papi Edu cayó en la tentación de un McDonald’s en otro centro comercial. Yo lo miraba con cara de “yo también quiero”, pero nada, ni una patata frita cayó del cielo. Injusticia canina, capítulo 547.
Pasada la una volvimos al taller, y justo a tiempo: el coche estaba listo. Tres horas de trabajo, 300 euros menos en el bolsillo de papi… y una lección aprendida: arreglar el coche en Irlanda es como comprarse un perro de raza con pedigree.
Con el coche otra vez en marcha, hicimos la ruta de siempre:
• Gasóleo para la camioneta.
• Parada en Lidl para cargar provisiones (porque claro, no habíamos ido nunca antes a un Lidl…).
• Estación de servicio con lavandería, donde papi metió la ropa en la máquina y se marcó una sesión multitarea: guardar compras, limpiar la cámper, cargar agua… Vamos, que ni un minuto de aburrimiento. Hora y media después, ropa seca y olor a suavizante flotando en el aire.
Pero lo mejor del día aún estaba por llegar. Volvimos a la ya conocida estación de servicio Applegreen, donde papi dobló la ropa, la guardó todo ordenadito y se pegó otra ducha gratis (cada día más limpio que un galgo de exposición). Y luego, al aeropuerto. ¿El motivo? ¡Recoger a Tito Javi!
Casi un año sin verlo, y cuando apareció por la puerta yo me volví loco de alegría. Saltos, lametazos, vueltas sobre mí mismo… vamos, un recibimiento de estrella mundial.
Ya con la manada reforzada, pusimos rumbo a Malahide, al mismo aparcamiento junto al estuario que ya sentimos como casa. Allí, papi Edu y Tito Javi cenaron en la cámper, yo ataqué mi pienso (la rutina es la rutina) y nos preparamos para pasar la noche. Unas seis autocaravanas más nos hacen compañía, y mientras la marea baja y el viento sopla, aquí estamos, tranquilos y felices, listos para lo que venga mañana.
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