Día 106: Malahide - Dublín - Commons Cross

Dublín a ritmo lento: parques, catedrales y peajes carísimos

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Anoche, en el aparcamiento del estuario de Malahide, tuvimos espectáculo extra: un grupo de chavales se puso a jugar al voleibol justo al lado de nuestra cámper… ¡a medianoche! Entre risas, pelotazos y gritos, parecía que habían confundido la hora de dormir con la hora olímpica. Por suerte, al final recogieron y la calma volvió.

Por la mañana no fue cuestión de dormir hasta las tantas, porque ya a las nueve y media o diez estábamos despiertos. El problema fue el ritmo: arrancamos lentísimo. Desayuno, charlas, estiramientos perrunos, y cuando quisimos ponernos en marcha, ya era mediodía pasado.

Nos dirigimos hacia el centro de Dublín y lo primero fue enfrentarnos al monstruo de aparcar. Dimos vueltas y vueltas hasta encontrar sitio, y cuando lo hallamos… zas: de pago, cuatro euros la hora, máximo tres. Un aparcamiento con aires de hotel de lujo.

Con el coche en su sitio, nos fuimos a explorar. Paseamos por St. Stephen’s Green, ese parque elegante con patos y estatuas.
Después tocaba llenar el estómago. Fuimos a comer a un restaurante cerca de Grafton Street (el mismo donde estuvimos ya hace un par de semanas con Tito Joan y las titas Nita y Mariola). Yo reconocí el sitio enseguida, aunque claro, esta vez tampoco cayó nada más allá de un cachito de patata frita.

Luego caminamos por el barrio de Temple Bar, donde hasta las paredes parecen cantar. Cruzamos el río Liffey y vimos el famoso Ha’penny Bridge desde lejos, blanco y curvado como un bigote antiguo. Seguimos hasta el Castillo de Dublín, que parece más un conjunto de edificios mezclados que un castillo de cuento. Entre murallas medievales y torres, se nota que aquí han pasado siglos de historia, aunque a mí me olía más a turistas que a caballeros.

Con el reloj corriendo, volvimos al coche antes de que se agotara el tiempo del parquímetro. Aún queríamos ver un par de lugares importantes, así que lo movimos a otro sitio, echamos unas monedas y salimos otra vez.

La primera parada fue la catedral de San Patricio, el templo anglicano más grande de Irlanda. Imponente por fuera, con su torre alta y su parque verde alrededor, donde la gente descansaba. No entramos, pero bastó con verla de cerca para sentir su peso histórico.

Muy cerca estaba la Christ Church Cathedral, aún más antigua, con un aire medieval total y un puente cubierto que la conecta con otro edificio. Yo miraba aquello y pensaba que si ladraba dentro, el eco sería tan grande que me confundirían con un dragón.

Ya con las piernas bien usadas, volvimos al coche para salir de la ciudad. Pero claro, Dublín no nos iba a dejar escapar sin pruebas. El tráfico era lento, Google Maps nos mareó un rato y, como guinda, nos mandó por un túnel del puerto que costaba ¡12 euros! Luego vino un puente de más de tres y otra autovía de cuatro con pico. Al final parecía que estábamos pagando peajes a precio de entradas de cine.

Seguimos rumbo norte por la autovía hasta parar en una estación de servicio Applegreen, ya casi en la frontera con Irlanda del Norte. Había ruido de camiones, sí, pero al menos aquí no había chavales con ganas de volear a medianoche.

Papi Edu, fiel a la tradición, se dio su ducha gratis, y después cenamos en la cámper. Bueno, ellos cenaron como humanos; yo, con mi pienso de toda la vida. Y así, con el runrún de los camiones de fondo, nos preparamos para dormir tranquilos.

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