Día 113: Lough Akkibon - Towney

De boda sorpresa a tormenta, pasando por playas y curvas infinitas

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Dormir al lado de un lago de cinco estrellas no tiene precio. Silencio total, ni un mosquito molesto, ni un pato desvelado. Yo dormí como un campeón y mis humanos también. Pero claro, Irlanda no podía dejar pasar la ocasión de recordarnos dónde estábamos. Amaneció lloviendo, y no poco. Así que nos quedamos dentro hasta que las nubes se cansaron de llorar. Y justo cuando paró, ¡zas!, era la hora de salir. Qué puntería tenemos.

En unos veinte minutos llegamos a un mirador de postal. Desde allí se veía el Dunlewy Lough brillando entre montañas y, junto a él, la iglesia abandonada de Dunlewy, que parece sacada de una película gótica. Yo me la imaginaba con fantasmas paseando por los ventanales, pero resulta que lo que encontramos fue una pareja haciéndose fotos de boda en el mismo mirador. O eso, o era la mismísima ceremonia, aunque testigos no había más que nosotros tres… Eso sí, bonito lugar para casarse, rodeados de montañas y con el lago de invitado de honor.

Después seguimos camino, pasando por el aeropuerto de Donegal. Yo me quedé mirando, a ver si de allí salían aviones llenos de perros rumbo a playas paradisíacas. Y hablando de playas, poco más adelante aparcamos detrás de una duna y apareció ante mis ojos un paraíso: arena lisa, tan perfecta que parecía peinada, y unas rocas enormes que salían como gigantes de piedra del mar. Yo me volví loco, corrí como un cohete y dejé huellas por todas partes. Eso sí, sin despeinar la arena demasiado, que estaba de exposición.

El viaje continuó por carreteras estrechas y llenas de curvas, de esas en las que papi Edu va concentrado como si pilotara un avión, mientras tito Javi rezaba en silencio que no viniera nada de frente. Paramos cerca de Kincasslagh para comer en la cámper. Yo aproveché para mendigar mi parte, claro. Luego el tiempo se puso feo otra vez, nubes grises, lluvia a ratos, y nos esperaban más de dos horas de coche. A mí no me hacía ni pizca de gracia, pero al final llegamos al centro de visitantes de los Slieve League Cliffs, esos acantilados altísimos que dicen que quitan el hipo. Pero al ver el vendaval y la lluvia, papi Edu dijo “mejor ni lo intentamos”. Tito Javi resopló de alivio y yo asentí con cara de “ya lo sabía yo”.

Buscamos sitio para dormir y tras diez kilómetros llegamos a un pequeño puerto cerca de Towney. Allí había una cámper y una caravana diminuta. Sus dueños resultaron majísimos: un hombre alemán que vive en Irlanda y su amiga suiza, que venían a pescar en canoa. Sí, sí, en canoa. Meten el barquito en el agua y se pasan horas intentando engañar a los peces. Papi Edu charló con ellos mientras tito Javi se escondía dentro de la cámper, como si la lluvia lo persiguiera personalmente.

Y aquí estamos todavía. Llueve sin parar, el viento sopla fuerte y yo me acurruco en mi rincón, escuchando las gotas tamborilear sobre el techo. El puerto es tranquilo, casi como un escondite secreto. Si no fuera por el ruido del viento, pensaría que estamos en otro hotel de lujo perruno, con vistas privadas al mar.

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